Por Eva Usi, especial para La Jornada |
Berlín. La música ha sido el hilo conductor en la vida de Esther Bejarano, y lo que le salvó la vida en el campo de concentración de Auschwitz. En el mayor campo de exterminio nazi fueron asesinados más de un millón de prisioneros, la mayoría judíos. La acordeonista es una de las pocas sobrevivientes del Holocausto, que a sus 90 años recuerda vívidamente el horror que fue aquel infierno. Logró emigrar a Palestina en 1945, en donde se casó con Nassim Bejarano, pero volvió a Alemania con su marido y sus hijos porque no estaba de acuerdo con la política de agresión israelí. “Que se discriminara de esa manera a los palestinos, eso no lo podía yo aceptar, no después de haber sufrido la misma discriminación nazi”.
Mirando en retrospectiva, Bejarano, que reside en Hamburgo desde los años 60, afirma que tuvo una suerte inmensa. Pequeñita y jovial, sigue teniendo una vida muy activa; con su banda “Microphone Mafia”, en donde también toca su hijo, y dos músicos más, un italiano católico y un turco musulmán, recorre Alemania haciendo campaña contra la extrema derecha, el racismo y la intolerancia.
Esther Loewy, nacida en el Sarre en el seno de una familia acomodada judía, tenía 18 años cuando llegó al portón de Auschwitz un 20 de abril de 1943. “Nos recibieron hombres vestidos de civil, que muy amablemente nos ayudaron a bajar de aquellos vagones para ganado en los que habíamos llegado. Nos dijeron que había a nuestra disposición transporte para los que no pudieran caminar. Nosotros pensamos que si se tomaban esa molestia, no podía ser tan malo el lugar”. Lo que los recién llegados no sabían era que los discapacitados eran enviados directamente a las cámaras de gas.
Los sanos caminaron un largo trayecto hasta llegar al portón. “Ahí hombres y mujeres en uniforme nos recibieron con gritos, nos decían “cerdos judíos”, ahora les vamos a enseñar lo que significa la palabra trabajo”. Ese mismo día Esther, junto con cientos de mujeres y hombres fueron separados. Las prisioneras fueron llevadas a un pabellón en donde fueron obligadas a desnudarse. En ese estado las raparon, las obligaron a ducharse bajo agua fría y les tatuaron un número en el brazo izquierdo. Esther se convirtió en el número 41948.
“En Auschwitz me obligaron a hacer trabajos pesados. Tenía que cargar piedras de un lado del campo al otro. Los nazis tenían la divisa exterminio a través del trabajo”. Esther, que sabía tocar el piano, solía cantar obras de Schubert, Bach y Mozart ante algún capo (como se llamaba a los vigilantes, también prisioneros), para ganarse una ración extra de pan.
Casi todos los campos de concentración nazis tenían su propia orquesta que tenía el objetivo de amenizar la vida de los oficiales de las SS. En 1943, las SS ordenaron a la maestra polaca Sofia Czjkowska, conformar una orquesta femenil. “Das Mädchenorchester von Auschwitz” se convirtió en la única formación musical femenina existente en la red de campos de concentración nazis. Debido a la escasez de mujeres con formación musical se permitió a las judías formar parte de la orquesta, lo que las salvaba de ser enviadas a las cámaras de gas.
“Un día uno de los capos buscaba a mujeres que supieran tocar algún un instrumento. Me propuso a mí y a otras dos prisioneras. Nos llevaron a una barraca para presentar un examen, yo dije que sabía tocar el piano. Czjkowska me dijo que eso no había, que si podía tocar el acordeón me podía quedar en la orquesta. Nunca antes lo había tocado, pero logré sacar los acordes de Bel Ami, y fue como un milagro porque me aceptaron igual que a mis amigas”, recuerda.
Ser miembro de la orquesta les permitió tener algunos privilegios, como dormir en una cama con colchón, cobija y hasta sábanas. También podían comprar productos de higiene y ropa a cambio de raciones de pan. El repertorio musical de la orquesta era limitado, así como los instrumentos que tenían. Interpretaban marchas alemanas, canciones folclóricas y piezas militares polacas.
“Nuestra función en esa orquesta era acompañar musicalmente el paso de las caravanas de trabajadoras cuando salían a trabajar y recibirlas cuando volvían en la noche. También teníamos que tocar cuando llegaban trenes de transporte con nuevos prisioneros”, recuerda Bejarano.
“Esos trenes que llegaban a través de vías especiales provenientes de numerosos países de Europa, pasaban a un lado de donde nosotras estábamos y se detenían delante de las cámaras de gas y los hornos crematorios. Nosotras tocábamos y los recién llegados nos saludaban con la mano. Pensarían que en donde se toca música las cosas no pueden estar tan mal, yo sentía una profunda tristeza”.
Hasta que grado llegaba la melomanía nazi, lo muestra una anécdota que salvó la vida a la joven. Otto Moll, comandante en jefe de las SS en Auschwitz y director del crematorio, era temido por su crueldad y sadismo. Sin embargo, cuando la joven acordeonista enfermó, Moll, que se sentía responsable de la orquesta, llegó a amenazar a la médica checa con fusilarla si no lograba que la acordeonista recobrara su salud. Bejarano que estuvo al borde de la muerte con una fiebre muy alta se enteró por la enfermera que la cuidó. Regresó a su puesto de acordeonista después de cuatro semanas, aunque siguió padeciendo enfermedades.
El médico nazi Josef Mengele, que hacía sus experimentos con gemelos y esterilizaba a las mujeres judías en Auschwitz, acudía regularmente a la plaza central del campo cuando se pasaba lista a las prisioneras. Con un gesto de mano decidía a quien le tocaba morir y con otro a quien quería en su barraca de experimentos. Esther Bejarano, que enfermaba a menudo, le tenía pavor. Después de siete meses en Auschwitz fue trasladada al campo de concentración para mujeres de Ravensbrück, en Alemania, una consideración, tal vez por iniciativa del mismo Moll, por tener una abuela católica. La joven logró huir poco antes de que el campo fuera liberado por el Ejército Rojo.