Noche Suripanta | Por Hugo César Moreno |
Sí, es el traje
El personaje triste, esmirriado, bocabajeado con el
cabello endurecido con gel para peinar, calzado de negro mal boleado, traje
azul marino, corbata roja, amarilla o chillona, oliendo a brut y almohada,
compañero de viaje en el metro o el camión, debería tener un sabor filial, casi
militante, debería oler a compañero de cruzada. Sólo por el hecho de compartir
el mismo fondo y tragar los mismos desperdicios. Me debería surgir la palabra
camarada y escurrir una lágrima de comprensión: camarada, la liberación está
próxima, la corbata, símbolo de la opresión que padeces, será quemada en el
altar de la igualdad.
De alguna manera somos iguales,
de una manera muy culera, somos iguales, porque la igualdad es para los
iguales, hay algunos más iguales que otros. Somos iguales por esa ciudadanía
del vertedero. Por tanto, deberían estar dentro de las cosas que acepto. Pero
no. Ese personaje de rasurado matutino, de pulcritud a medias, de gesto
horrorizado frente a un niño con dulce en la mano a punto de joderle el trajecito
barato y la factura de la tintorería, es una de las ciento cincuenta y siete
cosas que más me cagan: el traje en conjunción con un pobretón que padece la
vestimenta de los oficinistas oprimidos. Súper cagante. Lo peor es la ausencia de conciencia sobre su
condición de esclavos. Portan el trajecito con aire de superioridad todavía más
chacal que la marca pirata de la prenda.
Me subo al camión, hallo un lugar
junto a la ventana. Es un asiento mínimo, pero quepo bien solo. El pedo es que
el espacio reducido junto a mí será usado por otro pasajero. No tengo suerte y
se sienta un trajeado atormentado por los calores del verano. Se deja caer y
con su cuerpo me invita a salir de la unidad por la ventanilla, pero me afianzo
a mi lugar y opongo resistencia, órale culero, hágase pallá. Como no me muevo,
voltea a verme con un dejo de molestia. Lo ignoro pero siento cómo me carcomen las
ganas de arriarle un madrazo con el codo sobre su rostro sudoroso. Con gesto
flemático sacude la pelusa de su saco corriente, se acomoda la corbata y mira
mi ropa pandrosa (una playera de pearl jam y unos jeans grises con varias
puestas encima), ojea hacia abajo para corroborar la pulcritud de sus zapatos,
tienen manchas de pisotones marca metro y una ráfaga de frustración ensombrece
su mirada, pero mis vans viejos y sucios lo hacen sentirse superior a mí. Pobre
pendejo. Él tendrá que llegar a checar y pasarse ocho horas nalga en una
oficina donde la secretaria dostrés buena le da picones sexuales, pero no le
prestará aquellito por naco y pendejo y pobre. Pobrísimo pendejo, goza de una
ilusión de superioridad clasial sólo porque lleva traje, a güevo, pero traje.
No sé, imaginará que soy desempleado, vagabundo, jipster trasnochado, jipi
perfumado o simple lumpen con cinco varos pal pasaje y ya dirá después el
talón.
No es que me sienta superior a
él. Me sé superior a él nomás por reconocer mi vitalidad mierdosa. Nomás por
saberme superior al evitar el trajecito a toda costa. Hace mucho no uso uno,
hace mucho no uso corbata y ya he olvidado cómo se hace el nudo. Hace poco,
nomás por torturarme, intente hacer el nudo de la corbata. Fracasé
miserablemente y me invadió un gusto a triunfo y contento que hacía meses no
sentía.
Es el traje en esa operación con
el cuerpo lo que me caga. He visto cuerpos portando trajes caros y no son
cagantes. Ahí la superioridad está definida por la clase social más que por el
precio. La confabulación de elementos da otro resultado. En ese sentido, lo
cagante son los jipijipster tránsfugas de clase que asumen en la pandrosidad
una capacidad política para la transgresión. Pero eso es cagancia para otro
momento.
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