Horas hombre | Por Eusebio Ruvalcaba |
Esa noche terminé de lavar los trastes a las dos de la mañana. Una hora más tarde de lo acostumbrado. El patrón estaba en la puerta. Había colgado el letrero de cerrado, y por ende no se admitía el acceso a nadie más. Pero si no se movía de la entrada era un mero formalismo. Él, y nadie más que él, tenía que supervisar la salida de los empleados restantes. Ninguno podía cruzar el umbral si aún faltaba barrer un rincón, lavar un traste sucio o trapear el baño.
Pero no todo mundo estaba de acuerdo con eso. Toño Olguín, el más viejo de los empleados, un anciano de más de 70 años que se esmeraba en ser lo más puntilloso, hacía las cosas a su manera. Por ejemplo, fingía que sacudía pues apenas pasaba el trapo. O se limitaba a cambiar los ceniceros de una mesa a otra; acomodaba las sillas cuando en realidad las desacomodaba. Esto se repetía noche a noche. En total éramos seis empleados —siete con Toño Olguín—, y sin hablarlo habíamos establecido un pacto: protegerlo a él, manteniéndolo fuera del control del patrón. Que lo dejara en paz. Que engordara su soberbia a costa de nosotros. No de un pobre y miserable viejo.
Una cosa era cierta. Nunca habíamos visto tanta resistencia de parte de un anciano decrépito. Porque vaya que sí combinaba la astucia con la sobrevivencia. Todos sabíamos que requería su salario a costa de lo que fuera. Era un pobre diablo sin un centavo ahorrado —así nos lo había hecho saber—, vivía al día, pero mantenía muy en alto cierta rebeldía, cierto orgullo, cierta dignidad que hacía quedar en ridículo la prepotencia del patrón.
Aquella noche se le veía más entero que nunca. Había ido de una mesa a otra. Siempre en busca de satisfacer al cliente más severo. Él mismo se echaba la culpa cuando algo no salía lo mejor preparado de la cocina. A todos nos llamaba la atención su esmero. Hasta parecía un hombre más joven —o menos viejo, debería haber dicho.
Por fin llegó la hora del cierre. Lo primero que hacíamos los empleados —apenas el patrón ponía el letrero en la puerta— era quitarnos el mandil y la cachucha. Enseguida nos desplazábamos por todos los rincones del restaurante. Hasta portábamos un matamoscas eléctrico para matar a las cucarachas.
Toño Olguín hacía todo con una parsimonia envidiable. No tenía la menor prisa, ni mostraba una pizca de apresuramiento. Se nos quedaba viendo con la escoba en la mano, como diciendo por qué se tardan tanto. Y nos aguardaba hasta que pasábamos del sacudidor a la toalla. O sea hasta que dábamos por terminada la faena. Pero en su rostro había una suerte de tolerancia, que todos le agradecíamos. Porque parecía el verdadero patrón. Era él quien se quedaba en el marco de la puerta para vernos cumplir nuestras obligaciones. Y quien, en un momento dado, nos permitía salir. Lo hacía mientras el patrón lo observaba —y nos observaba a nosotros— movido por la curiosidad. Como si se preguntara: ¿y ahora qué diablos le pasó a este loco? Pero de sus labios no salía palabra alguna. Sólo lo veía. Y lo veía.
El tiempo se fue acortando. La jornada estaba cada vez más próxima a concluirse, y la cosa parecía haber llegado a su fin. Toño Olguín le daba el visto bueno a todo. O cuando menos eso creímos todos. Hasta que el patrón le dijo: Ahora le toca a usted sacar toda la basura y trapear la cocina. ¿Le gustó ser el patrón, no es cierto? Pues ahora le toca ser el último de los gatos.
Tenían más de 20 años de conocerse: el patrón y Toño Olguín. A nadie le constaba, pero se decía que habían sido amigos desde la infancia, en una vecindad de la colonia Obrera. Y que habían sido los mejores amigos, hasta que la fortuna —bien ganada— del padre del patrón lo había sacado de ese medio. Eso se decía. Que inclusive habían compartido más de una novia. Tal vez fuera cierto. Tal vez no.
Quizás algo quedaba en forma de resquemor. Imposible saber. Pero la voz de Toño Olguín se escuchó con un tono cavernario: “Acepta mi renuncia. No quiero un quinto de ti. No estoy dispuesto a sacar la basura ni a trapear la cocina. No es mi trabajo. Hazlo tú. Pinche güevón de mierda”. Todos nos quedamos helados. Toño Olguín quitó el seguro de la entrada, dio un paso hacia la calle. Y se desplomó.
Alguien se apiadó y llamó a la ambulancia.
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Nacido
en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a
escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos
títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una
cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…),
pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y
escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar
música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música.