Crónicas a Contracorriente | Por Lino |
Lo miré de reojo y sentí una inmensa lástima. Sus ojos estaban rojos
como si estuvieran a punto de saltar fuera de las cuencas oculares; su
hocico lastimado, lleno de un color oscuro, provocaba que su rostro
pareciera estar sucio. Mientras caminábamos hacia mi lugar de trabajo,
observé cómo sostenía las solapas de su saco, lo que me pareció le daba
una apariencia de estar desposeído, abandonado… José se llamaba aquella
triste piltrafa. Nos habíamos conocido ya hace bastante tiempo cuando
por razones oscuras (cosas del sindicato y aquellas estupideces) él
había ingresado al lugar donde yo trabajo atendiendo cualquier tontería
que a nuestros jefes se les ocurriera sólo para reafirmar su poder. José
me odiaba con un odio secreto y profundo y yo lo sabía perfectamente.
Nuestra relación siempre había sido así desde el principio y nunca se
había alterado hasta aquel día que, decidido a romper con mi
indiferencia hacia aquellas miradas enojadas de José y sus palabras
insulsas al yo pasar cerca de él, lo tomé del brazo y lo miré de frente
sólo para decirle: “Toma, ten diez pesos, ve y comprate un café o una
torta. Tómalo, anda”. Lo que siguió en realidad no tenía por qué ser así
pues aquella pequeña mierda tuvo la peor de las reacciones que
generaron consecuencias terribles… Sentí el golpe apenas sobre mi ojo y
yo, en un acto reflejo, no tuve más remedio que impactar sus sucios
testículos con mis hermosas Dr. Martens; una vez sofocado, lo que siguió
fue inminente: mis pies fueron directo a su rostro. Tendido, José veía
hacia la pared blanca con la mirada perdida, mientras yo seguía
golpeándolo, hasta que alguien me detuvo y por último sólo tuve la
oportunidad de escupirle el rostro. José lloraba y, a pesar de todo, yo
no dejé de sentir lástima por aquel error humano. Me dieron ganas de
abrazarlo y llorar junto a él, decirle algo como por ejemplo: “No
llores, hasta la peor de las escorias no se merece esta vida tuya, ven,
vayamos lejos, yo puedo disparar sobre tu cien, pero no llores, yo lo
haré por ti”. No dejé de pensar en aquel triste hombre mientras yo
trabajaba en las estupideces que a mí me corresponden.
Sin
duda aquel día la tristeza se abotargó en mi gran corazón, formado a
base de ejercicio cardiovascular de alto rendimiento. José, sin embargo,
contra todo pronóstico, se acercó más tarde para pedirme una disculpa,
lo que en mí provocó un gran aullido que le pidió que se largara a tomar
por el culo. Pobre José tan triste caminó hacia su guarida en donde
todo el día, con la cabeza baja, no dejó de escuchar a Miguel Bosé y
Pimpinela. Lo entendí entonces muy claro todo: José era lo que yo más
odiaba en el mundo y hasta entonces caía en cuenta que aquellas camisas
suyas, Wekend, metidas en sus pantalones Cimarrón me provocaban una
cólera indecible . Maldito joven viejo, pensé, y a partir de ahí no hubo
más razón para estar triste, por lo que, bien decidido, al terminar el
día me dirigí a tomar cerveza al Bar 10 donde me encontré con una
sorpresa: el dueño del lugar, un enano narizón con bíceps bien formados
de gimnasio, mostraba la pantalla de su celular a unos burócratas
alcohólicos, clientes profesionales, mientras les preguntaba: “¿En
serio? ¿De verdad existen pitos así? ¿Cuántos pitos así les entran en su
boca?”. Se refería a la imagen que proyectaba el celular: un zoom in a
una verga erecta. Mi respuesta fue inmediata: “Peter North. El maestro.
Ese pito sólo a usted y a la diosa Nikki Tyler les puede entrar”. Su
mirada me fulminó y yendo hacia mí me dedico un efusivo abrazo, mientras
con su mirada aguda me replicó: “Bill Bailey, idiota, el amo de las
rajas púberes como la tuya”. Sabía a la perfección que aquello se
trataba de un error, por lo que no me quedó más remedio que subrayar:
“Peter North, definitivo, pero no entraré en una discusión acerca de
esto contigo, enano”. Su mirada se avergonzó entonces y, con el ego
pornógrafo destruido, no alcanzo a contestar algo coherente que siguiera
con el hilo de nuestra conversación, por lo que tuve que escuchar toda
una cátedra incipiente sobre los penes del mundo de la pornografía que
yo sabía a la perfección: desde Ron Jeremy hasta Shane Diesel, pasando
por nuestras pornstars mainstream favoritas, hasta la nueva
sensación, Maritza, de aquellas fugaces cintas del porno mexicano, tan
carente de producción y lleno de morbo de hoteles de paso, donde las
púberes tímidas cabalgaban presurosas. Cuando paró de hablar el enano
caí en cuenta de que en todo aquel tiempo perdido no había dejado de
pensar en lo que sería de Nikki Tyler, aquella belleza que por mucho
siempre supero a Nina Mercedez, a la misma Jenna Jameson y a Stacey
Valentine, con quienes mucho tiempo trabajo en la productora de Jenna…
¿Qué había sido de aquel porno? ¡qué había sido de mi vida, entonces! Lo
gonzo me había alcanzado y yo era algo así como un Lex Stelle lleno de
fetiches incontrolables. Sin duda me había vuelto un enfermo y el
viagra. para entonces, era necesario en cualquier situación, pero en
fin, eso pues no importaba mucho porque para mí era claro que lo
importante al final era atender mis necesidades más primitivas sin caer
en aquellas complejidades del softcore que hasta los doce años me habían
satisfecho. Efectivamente: lo de hoy es lo gonzo, respondí muy
atinadamente en mi mente. Bella fragmentación: hermoso pastiche de
nuestra época. Cuando muy cabalmente dejé de razonar con mi agil mente,
pedí al enano dos cervezas que tomé con rapidez mientras en el aparato
televisor una gorda Gloria Gaynor repulsivamente cantaba su éxito de la
sobrevivencia que para entonces parecía una broma. “Esa Gaynor está más
muerta que un cadáver”, me oí decir; los presentes burócratas entonces
me miraron como diciendo “¡eso qué mierda!”. “Bah, no importa, ustedes
qué van a entender: ustedes son los que más apestan a podrido”, dije en
voz alta ante aquellos pusilánimes y seguí bebiendo. Cuando estaba por
mi décima cerveza, y ya dispuesto a marcharme, la embriaguez había
llegado a mí de una manera tan efectiva que entonces ya tenía planeado
marchar hacía el lupanar más cercano. Pedí la cuenta, saqué mi tarjeta
con cuenta Golden, pagué y marché. Al enano no le di propina; nunca lo
he hecho, ese tipo de cabrones nacieron para atender, para servir,
pueden seguir sin mí. Hasta la fecha sigo sin dar propinas y sigo
pensando llevarlo a cabo hasta morirme.
Caminé
entonces hacia el bulevar para poder tomar un taxi. Al tomarlo pedí al
chofer que me dirigiera hacia el Centro de la Ciudad, donde hice una
parada para comer pizza, la cual acompañé con un buen tinto que lo único
que provocó fue que me sintiera muy cansado y sin ganas de seguir
adelante. ¡Mierda!, dije para mí, ¡tengo que seguir adelante! Apenas era
lunes y no podía ser posible que mi juventud estuviera mermando;
entonces pagué la cuenta y, ya lleno de efusivos ánimos, caminé hacia
los bares de putas. En mi mente no había más: quería practicar el coito y
no me importaba otra cosa. La ansiedad entró en mí y caminaba con
rapidez por las calles oscuras, y aun transitadas, del Centro. Al llegar
al zócalo alguien golpeó mi brazo: un maldito punk vende rosas había
pasado y sin importarle mi trayecto, embistió con furia; cuando voltee a
mirarlo vi su espalda de apache cubierta por una chaleco de mezclilla
sin mangas con un sinfín de parches negros de Eskorbuto, Vómito Nuclear y
miles de símbolos anarquistas. Mi molestia alcanzó a mi excitación por
querer coger y entonces corrí y preparé un salto, mi pie cayó directo en
la espalda de aquella bestia. No le di tiempo de nada. Al caer ni
siquiera alcanzó a poner las manos. Aplasté decenas de veces su cabeza.
Varios hilillos de sangre corrieron y formaron un charco. La policía de a
pie corrió y pensé lo peor, sin embargo me quedé parado sin intentar
huir. Al acercarse los policías examinaron al maldito punk y al observar
que aún respiraba lo levantaron y nos llevaron a una calle aledaña,
donde pasó algo inusitado: “joven, puede marcharse, vemos que usted es
un ciudadano de bien, no hace falta ni siquiera cuestionarlo. En cuanto a
este otro joven lo vamos a remitir, pinche chamaco ridículo, sabemos
que este tipo de cabrones siempre son un problema para la ciudadanía,
estamos en eso mi joven –dirigiendose a mí-: en acabar a esta pinche
lacra, vaya con cuidado porque se están reproduciendo como cucarachas”.
Al marcharme una patrulla se acercó al lugar. Al subir al punk, los
policías lo golpeaban en las costillas y discretamente (lo que ellos
pensaban era así) le pateaban las espinillas y los tobillos. “Gracias,
señores policías, a nombre de toda la ciudadanía, si todos cumpliésemos
nuestras tareas cabalmente, como lo hacen ustedes, esta sociedad sería
otra, una mejor. Gracias nuevamente”. El episodio acabó rotundamente con
mi deseo de chochos, así que sin percatarme caminé sin rumbo. La larga
caminata me había echado todo para afuera y ahora sólo tenía una
sensación de cansancio y resaca. Debido a esto, pensé inmediatamente en
aliviar mis molestias con un par de cervezas más, luego tendría que
guardar reposo para ir al trabajo al día siguiente. Pensé, sin razón
alguna, en aquel constante cambio de día a día: amanecer, atardecer,
anochecer, amanecer otra vez y así hasta el infinito…; lunes, martes…
Lunes, martes, por toda la vida. Me pregunté muy hábilmente ¿quién,
jodidos, había puestole nombre a los días? Pensé entonces en la
posibilidad de vivir en un día sin nombre, puesto que ¡qué mierda
significaba lunes o jueves o viernes! ¿Qué relación existía entre un
amanecer cualquiera y un nombre determinado, que yo no podía
vislumbrar?... Por otro lado, mi estrés aumento cuando pensé en aquel
interminable ciclo: ¿Qué día sería el fin de aquello? ¿Un miércoles, un
sábado? ¿Sabríamos entonces la profundidad de aquella lógica
inverosímil? En esto pensaba, muy magistralmente por cierto, cuando de
repente un anuncio neón señalaba una promoción de cervezas al 2 x1
(táctica típica para atraer al proletariado alcóholico y lumpen). Entré.
Mi
sorpresa, que no muy a menudo sale a relucir, impactó con una realidad
desconocida para mí. Contrario a mi cuasi correcto juicio acerca de los
bares de la zona, me encontré con una multitud de jóvenes estudiantes
que charlaban entre el alto volumen del aparato de sonido. Conocía
aquella música. Agucé el oído y puse toda mi atención a la bocina Cerwin
que colgaba, dentro de una reja, en una esquina del lugar. No quería
creerlo, pero era cierto: Leonard Cohen sonaba en aquel lugar increíble.
En mis viejos tiempo los estudiantes no estábamos en lugares así.
Nuestro alcoholismo transcurría en viejas vecindades y casas de
Infonavit. Ir a un bar o una cantina era un lujo y no era muy a menudo
pues preferíamos la embriaguez sin tener que pagar mucho. Aquello era
inusual para mí que había pasado tanto tiempo en bares donde los
trabajadores gastaban sus quincenas en botellas baratas. De repente:
“No, no mames, el wey más cabrón del mundo es Tarantino: Kill Bill,
Perros de Reserva, son obras perfectas. Es un genio.” Se trataba de un
joven parecido a un elfo que gritaba ante un grupo de muchachos con
pinta de jipis y vagos en medio una veintena de cascos de cerveza. De
repente un grito sacudió el lugar: “Neeeel, estás pendejo, te falta para
descubrir Old Boy, esa película es la más verga”. Para mis adentros
iluminados, pensé en que aquello que escuchaban mis oidos y miraban mis
ojos se trataba de lo más terrible que podía haberle sucedido a la
historia. Una furia se enconó en mi ser y me alejé no sin antes
preguntarme ¿qué errores habíamos cometido nosotros, los estudiantes
viejos, para dejar a esta generación tan incongruente y patética? Algo
en mí entristeció y al caminar observé mis Levis y mis amadas Martens.
El vómito cayó sobre ellas y para mi conciencia digna de premios pensé
“Ni duda cabe: somos una mierda”… Paré un taxi y pensé en Leonard Cohen y
en Sartre con aquello de las picinas llenas de mierda, donde nadamos
sin saber que salir de ahí da lo mismo. Al llegar a casa me metí a la
cama y dormí tan profundamente que ni siquiera oí pasar al tren de cada
martes por la madrugada. ¿A dónde irían a parar los trenes? por cierto.