Chema, el mesero | Por Eusebio Ruvalvaba |
Me dicen Chema porque me llamo José María. Soy mesero en el Carro del Sol. Un restaurante bar en las calles de San Antonio. Oficialmente, abrimos de 9 de la mañana a 9 de la noche. Y más o menos así es de lunes a jueves. Digo más o menos, porque venimos abriendo como a las 10. Pero los viernes, las cosas son muy diferentes. Sí abrimos —o lo intentamos— a las 9, pero cerramos a las 2 de la mañana. Porque el lugar se pone a reventar, y ni modo de desperdiciar la oportunidad de una buena entrada para el dueño, y una buena propina para nosotros, los meseros.
La cosa está así. Trabajamos enfrente de unas oficinas del ISSSTE. Oficinas monstruosas, por cierto. Quién sabe cuántos cientos de burócratas chambean ahí. Pero toda la semana se la pasan como en una olla de presión. A la espera de que sea viernes para destramparse. Van llegando de montoncito en montoncito. Hasta que de pronto ya llenaron el salón. La música en vivo está desde las ocho. Así que muchos entran, miran atentamente alrededor, y de volada sacan alguna chica —joven o no— a la que se le cuecen las habas porque alguien le unte el miembro. Esperando como princesa a que llegue su príncipe. Cuando por fin esto ya sucedió, de inmediato me acerco —siempre que sea de mis mesas, por supuesto— y le ofrezco de beber al caballero. De preferencia algo más o menos caro. Jamás dice que no. Con tal de quedar bien con la joven.
Pues así pasó el otro viernes con un hombre. Ya mayor. De casualidad encontró lugar en una mesa ocupada por una jovencita —y digo de casualidad porque no había ningún otro sitio libre. Pidió una botella de coñac. Yo me quedé azorado. Nadie pide eso. Es lo más caro. Pero él sí. Supongo que para impresionar a la chica. Pues yo les serví. Muy sonriente, me pidió que le permitiera abrir la botella. Simplemente accedí. Le sirvió a ella coñac con pepsi-cola, y él lo tomó con refresco de toronja. A mí eso me da lo mismo. Yo qué.
Una pieza. Luego otra. Y otra más. Los del conjunto les dedicaban todas las rolas. A él y a la chica. Pronto ella se empezó a sentir incómoda. Porque él no bailaba. Sólo hablaba y hablaba. Entonces se acercó un hombre de otra mesa —poblada sólo por hombres—, y la sacó a bailar. Ella le pidió permiso a él. Él se lo dio, se paró a bailar. Y no fue una pieza. Fueron varias. Y cuando regresaron, él ya se había quedado dormido.
La noche siguió su curso. Mientras el caballero de la mesa soñaba el sueño de los justos, la chica y el hombre que la sacó a bailar lo hacían cada vez más juntos, como si estuvieran vaticinando la noche que les esperaba. Los dos eran jóvenes. Llenos de energía. De vez en vez, ella volvía su mirada a su príncipe. Le susurraba algo al oído a su pareja de baile, y proseguían la noche. Hasta que alguien se desesperó. Seguramente fue él. El hombre que la sacó a bailar. Algo le dijo. Que fue más que suficiente. Ella acudió hasta la mesa que había ocupado, tomó su bolsa —que había dejado en una silla—, le dio un sutil beso al caballero —que ni se movió—, y salió por la puerta que había entrado. Me asomé y los vi tomar un taxi.
A las dos de la mañana en punto —exagero— desperté al caballero. Con toda la decencia del mundo le pedí su cuenta. Pagó. Me preguntó por la chica y le dije que se había marchado. No le dije nada del joven con el que se había ido. El tipo salió dando traspiés. Lo perdí de vista. Pero desde entonces ha regresado todos los viernes. Para quedarse dormido.
************* *************
Nacido
en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a
escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos
títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una
cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…),
pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y
escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar
música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música.