Por Eusebio Ruvalcaba.
Era el ídolo. Salvo yo, todos en la cuadra lo trataban con un respeto que rayaba en la admiración servil. Seguramente por su uniforme de servidor urbano. Y porque era un padre ejemplar. De seis chamacos. La verdad es que ni su nombre sabíamos. Yo menos. Y eso que el uniformado era primo de mi mujer. Esto no es de llamar la atención. Toda la parentela de ella vivía en el barrio de Tacubaya. Nosotros nos cambiamos para allá —originalmente vivíamos en Aragón— desde hace más de veinte años. Eran de hueva absoluta, a cada cual más inteligente e intachable, me repetía mi mujer todos los días.
A mí esto se me hacía sospechoso. Por lo que desde que tuvimos hijos, procuré mantenerlos alejados del radio de acción de tan encomiables personajes. Ni mis tíos ni mis primos, ni mis hermanos ni mis padrinos se emborrachan ni dicen groserías, no son como los tuyos, que tienen garganta de teporochos y boca de cargadores, me embarraba mi mujer en la cara a la menor oportunidad.
A mí esto se me hacía sospechoso. Por lo que desde que tuvimos hijos, procuré mantenerlos alejados del radio de acción de tan encomiables personajes. Ni mis tíos ni mis primos, ni mis hermanos ni mis padrinos se emborrachan ni dicen groserías, no son como los tuyos, que tienen garganta de teporochos y boca de cargadores, me embarraba mi mujer en la cara a la menor oportunidad.
Pero para mí, el más detestable era el mentado servidor urbano. Usaba un uniforme amarillo con rayas anaranjadas, gorrita con un escudo que nadie distinguía de qué se trataba, si de la policía, de los bomberos o de protección civil. ¿Alguna vez te habrías acostado con tu primo?, le preguntaba yo a mi mujer para molestarla cuando la veía tan quitada de la pena sin despegar los ojos de la televisión.
¿Cuál primo?, me paraba en seco. Pues ya sabes cuál: el admirable, el íntegro, el incorruptible. Y frente a mi adjetivación torrencial respondía un simple estás loco, eres un demente.
Pero esa duda que fue creciendo dentro de mí me obligó a tomar cartas en el asunto. Algo se traía.
Decidí seguirlo.
No desperdiciar demasiado tiempo en él, pero sí pegármele. Que me hubieran corrido del trabajo por llegar con aliento alcohólico y acosar a la encargada del conmutador, me facilitaba las cosas. En fin, el pobre tenía cara de bruto, y yo creo que lo era. Estoy seguro de que no me identificaba. Ciertamente me había visto un par de veces —en 25 años— al lado de mi mujer, pero en forma accidental; nunca nadie me lo había presentado, además de que yo procuraba eludirlo, si acaso lo venía venir por la misma acera. Se veía tan buena gente —como si acabara de mecer a un niño en el columpio—, que no sabía de qué podría conversar con él.
Así que esa mañana lo seguí. Vivía en la esquina de avenida Jalisco y la calle de la Doctora. Yo en la siguiente cuadra. Con esas enormes y toscas botas y su cinto del cual pendía una lámpara y diversas herramientas —canana, la llaman—, caminaba a paso lento. Como una verdadera tortuga. Me asombró que se detuviera a conversar con cuanto comerciante se topara: Nacho, el vendedor del periódico —en cuyo kiosko era posible conseguir desde desodorantes hasta cigarros, desde camisas usadas hasta medicamentos de venta restringida—, el juguero don Toño, famoso en el barrio por sus jugos medicinales, el vendedor de tacos de carnitas —a las nueve de la mañana se vendían como pan caliente—, el zapatero —que reparaba su mercancía en la banqueta, provocando que los peatones tuvieran que desviarse para no atropellarlo—, el pollero… en fin. Y por si fuera poco, a todo mundo saludaba con deferencia y ceremonia. Como todo un príncipe de la educación.
Me empecé a desesperar. Pero algo dentro de mí me decía que estaba en el camino correcto. Que no me diera por vencido. Que valía la pena aguantar otro poco.
Y hasta ahora no sé si valió la pena o no.
El primo de mi mujer se metió a una vecindad de esas que están por caerse en Tacubaya. Lo esperé en la acera de enfrente. En el extremo de la cuadra. No tenía ni la menor idea de lo que se iba a tardar, así que me puse cómodo en la banqueta. Tarde o temprano saldría. Y salió, como a la hora. Pero apenas lo pude reconocer, por el atuendo. Había dejado de ser ese servidor perfecto para convertirse en un hombre común y corriente, aunque esta vez de traje y corbata. Pasados de moda, como él. Salió acompañado de un par de niños —niño y niña— que lo dejaron a unos metros de la vecindad; él se volvió a mirarlos con esa actitud del padre de familia amoroso, les indicó que se regresaran, y prosiguió su marcha. Cuando se hubo perdido de vista, entré a la vecindad. Toqué y pregunté por él en varios departamentos, hasta que una mujer de pelos enmarañados y aliento de alcantarilla, me respondió. Ya se fue Juan Manuel a trabajar. No hace ni diez minutos —al fin me había enterado de su nombre—, ¿quién le digo que vino a buscarlo? Pues un amigo de la niñez, dije y me di la media vuelta.
Decidí no comentarle nada a mi esposa. Para qué. Ya de por sí este hombre tenía complicada la vida. Dos familias en una misma colonia. Vaya. Mis respetos.
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Nacido
en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a
escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos
títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una
cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…),
pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y
escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar
música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música.