Y yo que me creía Steve McQueen,
¿cómo pudo sucederme a mí?
¿cómo pudo sucederme a mí?
Delirium Tremens-
-Quince años después habría de regresar a la misma calle en donde se gestaron las mejores conquistas de mi vida. La misma calle en donde a sangre y fuego defendimos el honor de nuestros padres, hermanos y vecinos de la cuadra y vencimos cincuenta goles a cuarenta y nueve a los vatos del barrio contiguo en una batalla que duró años, todos los años de mi infancia. Todavía me levanto algunas mañanas con el dolor y la reuma y los raspones de ese partido infinito en el que nos hicimos inmortales. Quedan pocos de la banda, la gran mayoría se fue al gabo y ahora viven en barrio de bolillos adictos a los ácidos o están encerrados por vender ácidos o se están haciendo mierda debajo de un puente de Brooklyn por meterse ácidos o los agarraron unos gringos culeros que los deportaron porque intentaron ganarse la vida sin vender ácidos, sólo para regresar a México y no tener ni un pinche quinto para poder comprar un pasón de ácidos y morirse de una vez por pinches todas. Otros se casaron y tienen una vida socialmente aceptable, levantándose a las 5:30 de la mañana para alistarse, desayunar, dejar a los hijos en la escuela, llegar veinte minutos tarde al trabajo, hacerse pendejos, mentarle la madre al jefe, salir a comer y regresar veinte minutos después de la hora establecida por la compañía para regresar a la jornada de la tarde, manosear a la secretaria, despedirse de los compañeros y regresar a la casa para cenar, ayudar con las tareas de los hijos, lavar los platos y acostarse en una cama para dos sin hacer el amor hasta la quincena, dormir junto a un bulto odioso y soñar que esa misma noche se los chupa la bruja, sólo para oír el despertador de las 5:30 de la mañana y empezar de nuevo durante los próximos treinta años esperando que algo pase, pero nada pasa, pues ni la muerte se arrima a ese puto infierno. A veces me topo con algún otro que me reconoce y levanta la cabeza y alza la mano y me saluda mientras lava el tsuru o el chevy o la troca a medio tunear, lo único que lo mantiene cuerdo –qué onda carnal, cómo estás, chido, órale, luego te veo; y apresuro el paso para no hacer más alharaca y conservar sus rostros felices y llenos de granos en mi memoria como cuando teníamos catorce o quince años-. Después de todo, qué les iba a decir, sus vidas son una mierda, sí, pero por lo menos tienen algo –una vida terriblemente desprovista de interés-; yo en cambio regreso como un supuesto escritor -de los malos-, a la fecha no había publicado más que en revistas de poca monta y diarios locales, y para acabarla de chingar, venía saliendo de un par de meses en la peni quesque porque me encontraron no sé cuantos gramos de coca en mis bolsillos en una puta noche que nos cayó una redada de puercos en nuestro hoyo fonqui favorito. Quince años después, había regresado al lugar al que prometí no volver sino en una caja –grande o pequeña-. Y así fue, después de todo, y a estas alturas yo ya estaba muerto, por lo menos por dentro.
I
-Quince años después habría de regresar a la misma calle en donde se gestaron las mejores conquistas de mi vida. La misma calle en donde a sangre y fuego defendimos el honor de nuestros padres, hermanos y vecinos de la cuadra y vencimos cincuenta goles a cuarenta y nueve a los vatos del barrio contiguo en una batalla que duró años, todos los años de mi infancia. Todavía me levanto algunas mañanas con el dolor y la reuma y los raspones de ese partido infinito en el que nos hicimos inmortales. Quedan pocos de la banda, la gran mayoría se fue al gabo y ahora viven en barrio de bolillos adictos a los ácidos o están encerrados por vender ácidos o se están haciendo mierda debajo de un puente de Brooklyn por meterse ácidos o los agarraron unos gringos culeros que los deportaron porque intentaron ganarse la vida sin vender ácidos, sólo para regresar a México y no tener ni un pinche quinto para poder comprar un pasón de ácidos y morirse de una vez por pinches todas. Otros se casaron y tienen una vida socialmente aceptable, levantándose a las 5:30 de la mañana para alistarse, desayunar, dejar a los hijos en la escuela, llegar veinte minutos tarde al trabajo, hacerse pendejos, mentarle la madre al jefe, salir a comer y regresar veinte minutos después de la hora establecida por la compañía para regresar a la jornada de la tarde, manosear a la secretaria, despedirse de los compañeros y regresar a la casa para cenar, ayudar con las tareas de los hijos, lavar los platos y acostarse en una cama para dos sin hacer el amor hasta la quincena, dormir junto a un bulto odioso y soñar que esa misma noche se los chupa la bruja, sólo para oír el despertador de las 5:30 de la mañana y empezar de nuevo durante los próximos treinta años esperando que algo pase, pero nada pasa, pues ni la muerte se arrima a ese puto infierno. A veces me topo con algún otro que me reconoce y levanta la cabeza y alza la mano y me saluda mientras lava el tsuru o el chevy o la troca a medio tunear, lo único que lo mantiene cuerdo –qué onda carnal, cómo estás, chido, órale, luego te veo; y apresuro el paso para no hacer más alharaca y conservar sus rostros felices y llenos de granos en mi memoria como cuando teníamos catorce o quince años-. Después de todo, qué les iba a decir, sus vidas son una mierda, sí, pero por lo menos tienen algo –una vida terriblemente desprovista de interés-; yo en cambio regreso como un supuesto escritor -de los malos-, a la fecha no había publicado más que en revistas de poca monta y diarios locales, y para acabarla de chingar, venía saliendo de un par de meses en la peni quesque porque me encontraron no sé cuantos gramos de coca en mis bolsillos en una puta noche que nos cayó una redada de puercos en nuestro hoyo fonqui favorito. Quince años después, había regresado al lugar al que prometí no volver sino en una caja –grande o pequeña-. Y así fue, después de todo, y a estas alturas yo ya estaba muerto, por lo menos por dentro.