El estilo no se compra en las tienditas. Y no es que uno escriba sin la
influencia de otros, es sólo que imitarlos es equivocarse de sitio.
Cuando hacía mi tesis no me daba cuenta de que escribía con el léxico
decimonónico, específicamente, al estilo de Carlos Marx. No manchen.
Quienes lo observaban no cuestionaban a su vez las formas establecidas
que seguían ciegamente por mantener un órden academicista. Estábamos
igual de mal. Y ya no vayamos tan lejos, basta cuando hablamos con
frases comunes que nos hemos aprendido pero que ni siquiera nos tocan.
Debería haber una regla que advierta que si su verbo favorito es
"coadyuvar" es porque está diciendo que no sabe lo que dice, que sólo
exhibe su pobre vocabulario. Y que se toma muy en serio.
El estilo quizá sea tan difícil de definir porque es un reflejo de
nuestra personalidad, de nuestra actitud y modo de vivir la vida. Es el
modo como nos apropiamos de algo que ya tuvo dueño. Es usar la
imaginación con el conocimiento que tenemos. Así como leer nos enseña a
darle nombre a las sensaciones, a resignificar lo vivido, a jugar con el
sentido de las palabras, etc., así el estilo crea un universo propio de
ideas que se cimientan en la confianza del autor en sí mismo.
Pero para algunos, o para mí más bien, sigue siendo un proceso de
inseguridades en el que me resulta complicado tomar fuerza para no
desistir. Como alguna vez empecé, mi propósito de escribir era el de una
terapia, para tomar distancia de mí y objetivarme, leerme desde afuera e
identificar mis conflictos, mis vergüenzas. Pero a veces eran tantos y
tontos que usaba frases hechas para no ahondar en el interior reprimido.
El estilo propio se refugiaba en el autoengaño, en una máscara igual a
la de mi andar.
Ahora disfruto de mi honestidad sin saber el camino que iré tomando, sin
saber si lo que escribo puede gustar o no, si debí publicarlo porque
exponerlo es exponerme. Pero a final de cuentas, definir mi estilo
conlleva un proceso en busca de mi seguridad personal, lo que hace que
valga la pena perseverar.