Crónicas a Contracorriente | Por Lino
Lo confieso: nunca he leído El Capital y me gusta Revueltas. ¿Qué debo hacer?
(Publicado originalmente en el centenario del nacimiento de José Revueltas, 2014)
“Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”.
Habíamos
visto cientos de veces la frase aquella: en las marchas, en la escuela
cuando había algún evento y a la menor provocación nos hacinábamos en
los barandales para colgar nuestras mantas con consignas políticas, en
internet, pintada entre las paredes de los foros que le apostaban a las
propuestas alternativas y contraculturales de la Ciudad de Puebla, en
los baños de las cantinas a donde nos dejaban pasar sin credencial y
donde éramos héroes de la historia conspirando contra los malos
profesores y el sistema opresor y amnésico de la escuela, pues, ¿dónde
estaba el materialismo dialéctico, la historia de Lenin y de sus amigos,
dónde el Che? Todo aquello que aprendimos con uno que otro profe
“comprometido con la causa” y con los amigos; siempre la misma frase
que dicen que el presidente Salvador Allende dijo durante una de sus
visitas a una universidad del país. Sí, el mismo presidente que fue
derrocado por el imperialismo yankee que, siendo chavos nosotros,
aprendimos a tenerle atento el ojo por su gandallés. Aaaah, cómo nos
emocionaba saber de Bahía de Cochinos mientras cantábamos “compañeros
poetas, tomando en cuenta los últimos sucesos” o, la misma emoción,
mientras Víctor Jara nos cantaba sobre Ho Chí Minh y comentábamos lo
hermoso y heroico que habían sido los vietnamitas. Figúrense ustedes:
éramos los jóvenes que hacía poco le habíamos entrado a los libros de
Rius y a los manuales de filosofía marxista que conseguíamos bien
baratos en las librerías de viejo o en los mercados de chacharas allá
por la Colonia Popular; aquellos chavos que tiempo antes nos habíamos
encontrado gracias al puritito y más inocente desmadre: unos, como yo,
le hacíamos a la onda del ska, del reggae y el oi (cantos y música
libertaria, esencialmente antifascista que había llegado del otro lado
de la mancha); otros, más acelerados, con la onda del punk y su
agresividad que ellos llamaban anarco; los cuates más alivianados, por
supuesto, eran aquellos que ya traían una preparación intelectual más
pesada y todo el tiempo andaban leyendo y haciendo cualquier actividad
artística. En efecto, éramos más jóvenes y la identidad era,
probablemente, nuestro problema más grande. ¿Cómo no hacer caso al
llamado de aquella consigna si éramos jóvenes, y además éramos la pura
vida? No se podía ir en contra de la naturaleza…
¿Y
cómo empezó todo? Para los más burros y metidos nomás en el puro relajo
como yo, la puerta tenía que ser evidentemente ad hoc, y qué más
asequible que una literatura buena onda: sí, ahí estaba Parménides,
Sainz, Fadanelli, Ruvalcaba, pero sobre todo Agustín. Con José Agustín
los amigos descubrimos que lo que nos gustaba ya tenía nombre, y se
llamaba Contracultura y se apellidaba Rebeldía. Luego de leer La Contracultura en México, todo tuvo más sentido. “No mamen, La náusea está de poca madre ¿No han leído En el camino?
¿Ya vieron las pelis de Jodorowsky? Conseguí unas grabaciones de
Avándaro, están chidas”. El camino se vio con una amplitud enorme.
Quisimos ser jipis y nos dejamos de bañar meses y otros nomás se
envolvían el cabello a la hora del baño para verse mugrosos, a unos les
llegó fuerte y todo el tiempo hablaban de María Sabina y de Gordon
Wasson y de la percepción y el cultivo de mariguana en casa... La
realidad es que le quisimos hacer a todo, incluso nos volvimos punks,
beatniks, rastas, cholos, existencialistas. Éramos todo y nada. Un día,
mejor optamos por ser nosotros y, en mi caso, nos limitamos a disfrutar
la hueva, la cual volvimos productiva: desde la comodidad de casa nos
bombardeamos con un montón de pelis y literatura y mucho rock. Sin
querer la cosa, un día hicimos examen para la universidad, y aún con la
presión de nuestros padres que decían: “¿de qué vas a vivir si estudias
esa cosa?” (se referían a Lingüística y Literatura Hispánica), llegamos a
las aulas de literatura. Ahí nos volvimos a encontrar, y esta vez la
cosa se iba a poner más gruesa.
Como suele pasar, en un afán de
corroborar lo vivido, caímos en cuenta de que habíamos leído mal todo.
El desmadre, según nosotros, iba por otro lado. Nos gustaba el desmadre,
y eso nunca lo abandonaríamos por supuesto, pero tal vez podíamos hacer
cosas, ¿no? Cosas. A estas alturas, Marx, Lenin, el Che para principiantes, los
manuales de filosofía de los benévolos George Politzer, A. Sparkin y O.
Yajot, algunas historías de la filosofía, algunos poemarios de Neruda,
se llevaban a todos lados. Comentábamos duro y tupido sobre política y
armamos colectivos donde organizábamos eventos con documentales, pelis, conferencias, música y otras cosas que hablaran sobre la necesidad de
la revolución. Un día, un amigo llegó y dijo, con un sobre de dvd pirata
en su mano: “¿ya vieron El Apando?”
Uffff,
¿para qué? El descubrimiento fue impactante. José Revueltas,
inmediatamente, ocupó un espacio importante de nuestras vidas. Años
antes, por Agustín, ya sabíamos del hombre barbado que nunca aceptó
formar parte de una tradición literaria existencialista, pero, como he
dicho antes, nuestra lectura era más incipiente que hoy en día y
nosotros no queríamos ser Revueltas sino Sartres Camusianos. Revueltas
nos miró y nos guiñó el ojo. Primero fueron los Días Terrenales y
todos quisimos volvernos mártires de la revolución, no entendíamos,
como usted notará, lo que Revueltas quería decir, sin embargo no nos
importaba: queríamos ser parte del mundo revueltiano, entender y sufrir
los embates del proletariado, ir en busca de una oscuridad
estéticamente bella que nos hiciera entender los secretos de la vida y
la conciencia; a nosotros, mal leídos, qué nos importaba la ortodoxia
del comunismo mexicano, la crítica feroz de Revueltas a sus camaradas o
esas cosas. Lo mismo sucedió con Los muros de agua, entonces
Revueltas nos embelezaba nuevamente: su activismo, su vida, su obra, nos
hacía admirarlo por su congruencia y valentía para enfrentar el
encierro y eso nos hacía pensar más que nunca en lo dicho en un
principio: Revueltas había ido a la cárcel desde los 16 años por motivos
políticos, era joven y revolucionario, era biológicamente perfecto y
nosotros queríamos ser Revueltas. A estas alturas, Revueltas nos había
llegado con sus guiones para La Diosa arrodillada y el Rebozo de Soledad,
películas que veíamos repetidamente mientras descubríamos que lo que
más nos maravillaba, sobre todo, era su tendencia a oscurecer sus obras.
Recordábamos entonces los cuentos de sus libros dormir en tierra y Material de los sueños. La palabra sagrada
era la de Revueltas y no había más. Nuestra capacidad de asombro, como
los incipientes estudiosos de literatura que seguimos siendo, se
acrecentaba: su capacidad para crear descripciones que iban más allá de
lo evidente, la forma narrativa del tiempo y el espacio que se
superponían en diferentes planos, la barroca forma de adjetivar que, a
pesar de las críticas, nosotros aceptábamos maravillados, sólo Revueltas
sabía hacerlo. Sus reiteraciones eran una manera efectiva de adentrarse
en los objetos de la realidad. En Los errores eso sucede
cuando se mira pasar un automóvil, por ejemplo. Los objetos, en
Revueltas, cobran una extensión abismal, que se va develando de a poco,
con una especie de hechizo, que es producido por la voz de Revueltas. La
alétheia, la develación del ser, se vuelve dialéctica: el objeto es
contradicho a cada momento: en ellos habita un número determinado de
significados, que Revueltas va exponiendo evidentemente cuando nombra y
califica la realidad.
Revueltas nos extasiaba; sin embargo, para ser sinceros, aclaremos algo que es evidente: en ese momento lo que más nos prendía de Revueltas era aquello que nosotros llamábamos su estética del encierro, su estética de lo oscuro, su pesimismo y sus personajes marginados, enajenados y siempre con un constante y muy latente enfrentamiento con la muerte.
Seguramente, si algún ortodoxo (que
conocíamos bastantes) nos hubiera escuchado hablar en esos momentos nos
hubieran acusado de lumpens, de ojetes, de desviados y un largo
etcétera. Agraciadamente, eso no fue así y, tal vez por eso, es que a
Revueltas lo seguimos disfrutando y releyendo; de otra manera, Revueltas
se hubiera tornado un autor inleíble y que hubiésemos odiado si hubiera
existido la necesidad de discutirlo y pasarlo por la crítica más
ortodoxa, cosa que ya antes le habían hecho a él mismo en carne y hueso,
lo que luego le costó un sinfín de oprobios en la izquierda mexicana.
Insisto, éramos chavos y revolucionarios, por eso intuimos que ya no era
el tiempo de repetir experiencias antes vistas y sufridas. Como todo
proceso, la obra de Revueltas se iría develando, el salto para
comprenderlo se daría en algún momento, pensábamos. Algo que nos hizo
mella fue su intención de una teoría literaria marxista leninista.
Siendo sinceros, lo que pasaba era lo siguiente: nadie había leído bien
bien a Marx ni a Lenin, aunado a la falta de estudio en las aulas de la
escuela. Le sabíamos lo más esencial de materialismo dialéctico y
materialismo histórico, gracias a los manuales y a Martha Harnecker.
Revueltas, ahora, era un autor muy alejado de nuestra posibilidades
intelectuales. Por aquella época, yo opté por escribir algunos cuentos,
según yo, tratando de escribir a la manera revueltiana. Los intentos
hechos me hicieron comprender algo: Revueltas era un genio. Su interés
por el cine, y por la literatura universal (que él había leído mucha) lo
forjaron como el gran escritor que era. Los ambientes de su obra
literaria, lo intuía, venía de esa fascinación por dichas artes. Los
compas lo descubrimos así. Por supuesto, ya entrados con Revueltas,
nuestra admiración, más allá de este deslumbramiento puramente estético,
fue mayor debido a su azarosa vida revolucionaria.
Su vida de encierros en diferentes cárceles, su estoicismo para aceptar su responsabilidad por el movimiento estudiantil, su eterna rebeldía y su crítica implacable nos hacía reflexionar en torno a la relación entre su vida y obra.
Sólo alcanzábamos a decir: “Revueltas era un cabronazo de aquellos
y no hay más. Un señorón que sólo con la primaria y autodidacta desde
chamaco no puede ser más que eso. Qué intuición, qué manera de
escribir”. Revueltas por aquí y por allá. Revueltas en las Islas Marías
nos saludaba. Revueltas en su celda, debajo de una foto de Trotski escribía. Revueltas, de pronto era el icono de nuestras aspiraciones
revolucionarias y más: era el icono de nuestra rebeldía. Lógicamente, la
suya nunca fue contracultural, pero su actitud nos exultaba. Éramos
chavos y revolucionarios, decía yo, o al menos eso creíamos. Nosotros
creíamos en el socialismo, sí señor, pero al mismo tiempo le metíamos al
rock, a la literatura de Coupland, de Foster Wallace y le metíamos
fuerte al alcohol (a nuestro favor podemos decir que nunca a las
drogas). Algunas ocasiones, justamente por eso, pensábamos en lo que
diría Revueltas sobre estos tiempos posmodernos en que el pastiche y el
collage es la regla. Cuando pienso en esto, no puedo dejar de imaginar a
Revueltas tuiteando consignas en la red y escuchando de fondo un
rocksito. Qué locura, por supuesto, ustedes dirán. Me gusta imaginar,
entonces, que Revueltas, aquel mismo intelectual que creyó con mucha fe
en el movimiento estudiantil, alentaría a esta juventud aletargada. Y me
pregunto además: ¿cómo nos vería? ¿unos alienados? ¿o simplemente un
reflejo de nuestros tiempos que mira sin mirar detrás de una pantalla de
computadora? No lo sé. La cosa, entonces, es que no dejo de pensar en
Revueltas aventándonos su crítica feroz. Hoy, más que nunca, pienso,
Revueltas es una necesidad de nuestros tiempos políticos: su ejemplo, su
entrega, su ejercicio intelectual es necesario para potenciar las
fuerzas progresistas y ordenarlas.
José Revueltas, el
escritor, el activista, el teórico literario y de cine, el intelectual,
hoy, a cien años de su nacimiento, se nos torna envuelto por diversos
velos. Los estudiosos fijan su mirada en él… ¿Qué se dirá entonces? ¿Qué
onda con Revueltas? Ante lo que se diga, yo tengo algo claro: Revueltas
es un escritor excepcional: su literatura, desesperanzadora muchas
veces, atrae por su visualización. ¿Acaso no también la oscuridad, la
angustia y la tristeza, ofrece una manera de ver el mundo? Por supuesto
que sí. Carlos Montemayor, en su novela Los informes secretos, retrata
a un José Revueltas ya cansado, desencantado por su vida como activista
y escritor; a pesar de todo, eso mismo lo impulsa a afrontar los
embates de su vida política e intelectual con mayor fortaleza. ¿Por qué
no hacer lo mismo con esta tristeza, descontento, amargura que los
tiempos nos traen? El desencanto es una fuerza que reposa. Dialéctica
esencial. ¿Cuándo el salto?
Mientras tanto, los chavos
de entonces nos miramos y nos preguntamos ¿Y ora qué? ¿Quiénes somos?
Entonces, creemos que vale la pena y seguimos releyendo a Revueltas y
tratando de no caer, de asirnos a la rebeldía, a una que se parezca a la
de Revueltas, o por lo menos a una que sea nuestra sin dejar de
mirarnos mutuamente.