Delirium Tremens-
Por Alejandro Carrillo-
Octubre en martes trece. El inclemente rayo de sol de las 8:05am se relaja abruptamente sobre mis pies desnudos. El incómodo calor reactiva la resaca del día y me hace levantar del amarillento colchón con la única intención de acomodar la toalla negra que uso como cortina para impedir cualquier dejo de luz en la habitación. Las náuseas me invaden y corro al baño a tirar el mareo de una borrachera de días, quizá meses. Bajo a la cocina a buscar algo que me reanime –cerveza para dormir, café para despertar-. Como de costumbre no hay tazas limpias y busco alguna en los trastos sucios, una cucaracha muerta junto a la coladera me recuerda que quizá hoy sea mi cumpleaños. Si la gastritis no me falla estaría cumpliendo treinta.
Lejos estoy de aquella promesa estúpida que mi hice a los veinte –en diez años seré millonario y exitoso-. El primer sorbo del café me sabe al perfume de la madre soltera que me atendió anoche y un escalofrío me encoje de hombros. Me pregunto qué hice para llegar a tal punto y decenas de caras y momentos pasan frente a mis ojos –ya me acordé-. Me sorprendo suspirando fuerte y tendido antes de dar el último trago de café y dejar la taza en los trastos sucios. Veo de reojo el cadáver de la cucaracha flotando patas arriba en el agua estancada de la coladera y pienso que esa es una innoble manera de morir para cualquier gusarapo.
A la de mil me armo de valor para entrar bajo la regadera helada y me quedo un buen rato hasta que el agua cortante termina por despertarme. Pienso en mamá y su sueño de tener un hijo doctor. A veces me pasa por la cabeza esa idea y siempre acabo deseando tener a un doctor cerca o a una enfermera –o a un recetario-. Pienso en las palabras sabias de mi padre –con esa actitud no llegarás lejos- y le doy la eterna razón. Volteo hacia arriba para cerrar la llave de paso que acciona la regadera y me pregunto hacia mis adentros si ese tubo galvanizado podrá aguantarme colgado desde el cuello. Me seco el fracaso con la toalla negra y la regreso al cortinero de la habitación. Busco con desgana en el cajón un motivo para no colgarme de la regadera.
Pienso en Matilde, en Elisa, en Adriana Lynch –las últimas conquistadoras de mi alma seca y mohosa-. Pero este día pienso especialmente en Carolina. Me da pena haber olvidado su apellido, el color de sus ojos, el tono de su voz. Lamento no conservar ninguna foto de ella o alguna carta. El único recuerdo que tengo son dos lunares y unos calzones rosas guardados en un calcetín que se quedó sin su pareja desde hace unos trece o catorce años.
A los 17 años conocí a un amigo –por llamarlo de alguna manera- preocupado por mi forma de vivir –de beber-. Prometió comprarme una botella de ron si yo lo acompañaba un día a su congregación cristiana. Naturalmente lo acompañé -hoy en día nadie te regala una botella de ron y tampoco en ese entonces-. Descubrí que para los cristianos es válido llorar en público y acudí a la congregación cabalmente durante meses. Yo no lo sabía, pero aquella cofradía fue mi propio grupo de apoyo para poder llorar sin dar explicaciones. Tenía a mi propio Robert Paulson y conocería a Carolina –mi propia Marla Singer-.
Carolina tendría 14 años y la vitalidad de una mujer dispuesta a comerse el mundo a mordiscos. Un día a la hora de llorar me descubrí brincando entre los dos lunares de la comisura de su boca. No volví jamás con los cristianos, en ese momento había fichado por el equipo rival.
Semanas después su uniforme verde de secundaria federal adornaba el asiento trasero del Buick 87 de mi padre. Me gusta pensar que conmigo aprendió todas esas cosas y muy seguramente así fue, aunque para ser honestos, mi único acierto fue haber caído en esa congregación y robar a la oveja más tierna del rebaño. La verdad es que como yo, pudo haber sido cualquiera el que se llevara a Carolina de pinta todos los viernes a esa laguna perdida en las afueras de la ciudad a fumar y beber latas y latas de cerveza.
Disfrutaba estar cerca de ella y de su olor que yo perjuraba era a chicle ‘Motita’. Por primera vez en la vida me sentía útil y estúpidamente enamorado (?). Aprendí a fumar, a conseguir mota, a robar alcohol de las vinaterías. Recuerdo que en su cumpleaños le birlé a mi tío un cabernet de su cocina y un valedor de la cuadra me alivianó con un porrito de marihuana. Aquel viernes trece de su cumpleaños número quince pensé en dios y en los cristianos de la iglesia y tuve un dejo de remordimiento; agité la cabeza, le di un buen sorbo al vino –sangre de Cristo- y mi mano buceó bajo su falda dibujando corazones –cuerpo de Cristo-. Si dios me estaba viendo, habría que darle un buen espectáculo. Lo cierto es que no fuimos más allá de los arrumacos, manoseos y torpes intentos de despojo de su ropa interior propios de un prepo pendejo impopular y retraído –a la fecha sólo la prepa ha quedado atrás-. Ése día nos quedamos hasta tarde en la laguna –por ahí de las ocho de la noche- tirados en el cofre del Buick 87 escuchando una y otra vez esa rola tan estúpida y tan nuestra –Aquí vienen los botas negras/nos gusta el rocanrol-.
Aquel viernes sería el último de nuestros viernes. Como era de esperarse, más tarde que temprano nuestro idilio llegó a los oídos de sus padres, la congregación y la policía. Con esas tres instituciones de por medio la cosa nunca ha resultado bien para nadie. Con todo eso lo intentamos, nos veíamos a escondidas por cortos lapsos de tiempo –diez, quince minutos- y nos jurábamos que el enfado de sus padres, pastores, propios y extraños no trascendería más allá de la locura.
El último día que la vi fue en octubre –quizás era trece-. Carolina ideó un plan para evadir alguna de sus clases y yo la esperé en el Buick 87 a contraesquina de la secundaria. A pesar de la llovizna, Cenicienta quería una nieve de limón, así que fuimos a un centro comercial. Ella se amarró su suéter verde a la cintura y me tomó de la mano. Fácilmente pasamos por cada negocio unas diez veces dando vueltas al centro comercial. Nos reímos de algunas cosas tontas y vimos los peces del acuario hasta que me dijo que la llevara a su casa –serían las 7pm-. Para mi sorpresa me pidió que esta vez la dejara justo en la entrada y no en la esquina, lo cual era algo inusitado debido a nuestra patibularia relación. Al estar frente al portón blanco de su casa sentí vértigo. Cenicienta se sacó la tutsipop de la boca y me plantó un pegajoso beso de cereza, se alzó la falda de escolapia, llevó su ropa interior a sus rodillas y luego a sus tobillos, sacó un pie y luego el otro y dejó sus calzones en la guantera. Sin soltar la tutsipop me plantó otro beso y susurró un dulce ‘feliz cumpleaños’.
Tiempo después el pinche portón blanco tendría un desolador ‘Se Vende’ seguido de un número telefónico al que marqué cientos de veces sin que nadie me diera razón de ella. La busqué en la congregación cristiana y ni llorar pude. Lo último que supe de Carolina fue que había reprobado el año escolar –seguramente por mi culpa- y sus padres la llevaron a otra ciudad. No la volví a ver. A Cenicienta se le hizo tarde.
Carolina debe tener ahora el doble de aquella edad y lamento mucho no recordar su apellido, el color de sus ojos o el tono de su voz. Lo único que me queda de ella son dos lunares y su ropa interior rosa que –lo puedo perjurar- sigue oliendo a chicle ‘Motita’.
Cenicienta y yo la pasamos bien, seguramente los pocos días a su lado serán los recuerdos más felices de mi vida. Me gusta pensar que un día lo dejaré todo –que no es mucho-, me compraré un Buick 87 y emprenderé una travesía en la búsqueda de la dueña de esas bragas rosadas que perfuman el cajón de mis calcetines.
El último día que la vi fue en octubre –quizás era trece-. Carolina ideó un plan para evadir alguna de sus clases y yo la esperé en el Buick 87 a contraesquina de la secundaria. A pesar de la llovizna, Cenicienta quería una nieve de limón, así que fuimos a un centro comercial. Ella se amarró su suéter verde a la cintura y me tomó de la mano. Fácilmente pasamos por cada negocio unas diez veces dando vueltas al centro comercial. Nos reímos de algunas cosas tontas y vimos los peces del acuario hasta que me dijo que la llevara a su casa –serían las 7pm-. Para mi sorpresa me pidió que esta vez la dejara justo en la entrada y no en la esquina, lo cual era algo inusitado debido a nuestra patibularia relación. Al estar frente al portón blanco de su casa sentí vértigo. Cenicienta se sacó la tutsipop de la boca y me plantó un pegajoso beso de cereza, se alzó la falda de escolapia, llevó su ropa interior a sus rodillas y luego a sus tobillos, sacó un pie y luego el otro y dejó sus calzones en la guantera. Sin soltar la tutsipop me plantó otro beso y susurró un dulce ‘feliz cumpleaños’.
Tiempo después el pinche portón blanco tendría un desolador ‘Se Vende’ seguido de un número telefónico al que marqué cientos de veces sin que nadie me diera razón de ella. La busqué en la congregación cristiana y ni llorar pude. Lo último que supe de Carolina fue que había reprobado el año escolar –seguramente por mi culpa- y sus padres la llevaron a otra ciudad. No la volví a ver. A Cenicienta se le hizo tarde.
Carolina debe tener ahora el doble de aquella edad y lamento mucho no recordar su apellido, el color de sus ojos o el tono de su voz. Lo único que me queda de ella son dos lunares y su ropa interior rosa que –lo puedo perjurar- sigue oliendo a chicle ‘Motita’.
Cenicienta y yo la pasamos bien, seguramente los pocos días a su lado serán los recuerdos más felices de mi vida. Me gusta pensar que un día lo dejaré todo –que no es mucho-, me compraré un Buick 87 y emprenderé una travesía en la búsqueda de la dueña de esas bragas rosadas que perfuman el cajón de mis calcetines.
El
Autor: Escribidor, mecánico tornero, periodista, rockero tumbado,
diputado legítimo, corredor y corredor de apuestas, revolucionario de
congal, fotógrafo, cinéfilo, miembro del Proyecto Mayhem y bebedor
semi-profesional. Me enamoro de todo, me conformo con nada. @alexiliado