Por Juan Pablo Proal-
Será que el resplandor de nuestros héroes se origina en la fantasía
de una vida paralela? ¿Usamos su biografía para encajarla en nuestras
necedades? ¿Dependemos de ellos para orientar este sinsentido?
“¡Mama!, fíjate en mi boca, en mis modales / ¿Soy el que soñaste o un
borracho más en las ciudades? / Besa mis heridas, dame de beber mamá /
¡Mama!, no me des más agua con sal”. Versos para quienes pulverizaron
los valores moralistas, no embonan en las sobremesas de buenas
costumbres y son huérfanos de matrimonios perfectos. Quienes los
elevaron al rango de Palabra Divina quieren saber más de su profeta. ¿Su
nacimiento fue virginal?, ¿Ordenó erigirle un templo?, ¿Cómo debemos
actuar sus seguidores?
La plaga de hispters devoró la biografía de Steve Jobs con la ilusión
de encontrar la nueva señal divina. Los héroes de la era individualista
son los más aptos para hacerse famosos en el menor tiempo. Triunfó
quien acampó unos segundos en la etérea memoria de la diaria coyuntura.
Los demás, escoria. Anónimos humeantes de fracaso.
Respetamos sólo a quien viste smoking y carga una figura de oro en
las manos. Ante la falta de credibilidad de los mesías, sacerdotes y
lectores de noticias, husmeamos en nuestros ídolos de carne para
encontrar las nuevas directrices. Pero el sueño predominante de las
figuras públicas en turno es uno, invariable: enceguecer y ensordecer a
los demás con lingotes de fama: No hay otro héroe posible, ni más
caminos.
Este país, desmoralizado de bandas presidenciales ganadas a punta de
guapura, se empeña en exiliar al ostracismo a quienes emanan un brillo
diferente. Mejor dicho, a quienes brillan por cuenta propia. Los
ningunea, ignora y menosprecia. Los entierra en el panteón de los
olvidos. No sólo malbarata su patrimonio natural, se avergüenza del
humano.
Pasamos por alto que sólo somos por el otro, que nuestro actuar es un
infinito de repeticiones del pasado colectivo. Jorge Luis Borges remata
así su poema Cambridge: “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico
museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”.
Memoria viene del latín memor, que significa: “el que recuerda”.
Recordar, de recordari, re (de nuevo) y cordis (corazón): “volver a
pasar por el corazón”. Escribí la biografía de José Cruz, el fundador de
Real de Catorce, el grupo de blues más importante de México, con la
intención de que las letras impresas resguarden por siempre en nuestro
pecho la vida de uno de los profetas que inspiró sueños auténticos en un
mundo anestesiado de desilusión.
¿Es que nadie, excepto los hombres de poder o las estrellas en turno,
merece nuestra atención? En el Arte de Amar, Erich Fromm advierte: “En
el amor individual no se encuentra satisfacción sin verdadera humildad,
coraje, fe y disciplina; en una cultura en la que esas cualidades son
raras, la conquista de la capacidad de amar será necesariamente un
logro”. La cultura predominante repele la virtud, sobaja a los
samaritanos.
José Cruz merecía una biografía. Vivió como quiso, a pesar de los
rígidos valores de su época. Las disqueras, los mánagers, los dueños del
presupuesto cultural, la esclerosis múltiple, el hambre y la miseria
humana no le impidieron materializar y deleitarse con su sueño: escribir
blues en español. Real de Catorce, el grupo que fundó, no fue una banda
más de moda. De hecho, nunca la alcanzó. No tuvo videos en Telehit ni
ganó un Grammy Latino; llegó más lejos: cultivó una colección de
seguidores que hicieron de la poesía de Cruz un estilo de vida.
Logró que versos sensatos bailotearan al ritmo de blues en miles de
corazones. Alimentó muchas generaciones con poesía transgresora. Y eso,
casi nadie lo logra. Menos en un país desentendido de letras.
Cuando veía el documental “El Miedo y la Furia”, sobre la banda de
punk británico The Sex Pistols, pensé en cómo los ingleses ha preservado
al rock. ¿Cuántos documentales, libros, museos o estatuas tienen sus
músicos? En cambio, en México sus mayores genios fenecen cuando parte su
último fan. Ni los más grandes se salvan. Cuando mucho, alguno logra
una aparición de media hora en un programa de espectáculos sabatino.
Como fan y periodista, no podía dejar pasar la biografía de José
Cruz. Siempre sentí que era, de alguna forma, mi responsabilidad. Más
tomando en cuenta que José y yo no somos uno simples conocidos, sino que
hemos compartido muchos, muchos días que nos llevaron a la amistad
inevitable.
En un país donde los medios no son más que otro brazo del poder, son
heroicas las hazañas de los periodistas que se arriesgan a seguir
desnudando al tirano, solidarizándose con el hambriento y exhibiendo el
exterminio humano que ejerce la clase política contra sus
contribuyentes. Sólo que, también, el periodismo mexicano tiene muchas
deudas con su sociedad. No ha retratado a todos sus personajes y
componentes, como tampoco ha contado historias que necesariamente deben
ser preservadas.
Bruce Springsteen, educado en una familia y escuela de católicos
radicales, contó en una entrevista: “El rock llegó a mí cuando parecía
que no había escapatoria posible y abrió ante mí un mundo de
posibilidades”. Estoy seguro de que José Cruz fue, para muchos, la
salvación de caer en la fábrica de sueños del libre mercado. Antihéroe
de su época y detonador de necesarias transgresiones.
El libro Voy a morir, la biografía de José Cruz, fundador de Real de
Catorce, quiere dejar constancia de que hubo mexicanos que no depredaron
a sus semejantes, ni murieron como camaleones de su era, o sólo merecen
ser recordados por romper el récord en número de asesinatos contra sus
connacionales. De que hay muchos más que se negaron a sepultar sus
sueños y morirse de indiferencia.
*Texto leído durante la presentación del libro Voy a morir, la biografía de José Cruz, fundador de Real de Catorce.