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Ay Gregorio! lanza “Out Of My Head, un sencillo para escaparse de uno mismo




Se sabe que la vida nos golpea, nos tira al piso y nos patea, y a veces esta violencia viene de nuestra propia cabeza: nos convertimos en nuestro peor enemigo. No pocas veces dan ganas de escaparnos de nosotros mismos y olvidarnos por completo de todo. Para ese tipo de momentos el nuevo lanzamiento de Ay Gregorio! cae como anillo al dedo. “Out Of My Head” es una canción que nace de este sentimiento de querer fugarse de uno mismo, de irse un rato al campo o al mar y echarse unas caguamas con los compas para darle un reset al presente.

“Esta canción la compuse en el campo, en una época en la que estaba harto de estar en mí mismo, en mi cabeza llena de ansiedad y pensamientos intrusivos que no me dejaban en paz. Recuerdo que salí de la ciudad con la intención de despejarme y reconectar con las montañas, el viento, la naturaleza, que siempre son una fuente de paz, y así nació la canción”, nos comparte Gregorio.

Este escenario de paz y relajación tras poder encontrar un momento de calma lo representó la artista plástica Andrea Razo, quien al igual que con otras portadas del autor, aterrizó en el formato visual el concepto de la canción, representando la libertad de estar fuera de uno mismo con un pájaro que vuela afuera de la cabeza del compositor.



Producida por Michael Leone -quien agregó bajo, coros, percusiones y solo de guitarra a la canción-, el nuevo tema gregoriano posee influencias muy claras del country y el folk, dos géneros que, en palabras del autor, han sido grandes influencias en su proyecto musical. Además se trata de la primera composición en inglés del músico bajacaliforniano, quien comprueba con esto que vivir en la frontera siempre conlleva un intercambio cultural y lingüístico muy interesante.

El estreno gregoriano de este verano viene acompañado por un lyric video grabado en “La Misión”, una zona rural a 40 minutos de Ensenada. En el clip se puede apreciar un escenario campestre que contemplan cuatro amigos y Gregorio, quienes, con el sombrero bien puesto, comparten un momento de calma apreciando la belleza del paisaje.



Escucha “Out Of My Head” en tu plataforma de preferencia y no olvides darle follow a Ay Gregorio! para que no te pierdas sus próximos lanzamientos.

"Haz que regrese": un retrato perturbador y cautivador de la condición humana



Cinetiketas | Jaime López


Si pudiera describir en tan solo dos palabras la nueva película de Danny y Michael Philippou, "Haz que regrese", dichas palabras serían perturbadora y conmovedora, un par de vocablos que aparentemente son contradictorios, pero en este caso se relacionan profundamente.

Los gemelos australianos que, en 2022 sorprendieron a propios y extraños con su ópera prima "Háblame", vuelven a echar mano del género de terror y suspenso para contar una historia sobre la naturaleza humana.

Cabe recordar que habitualmente las películas más memorables de ese tipo de géneros son las que incluyen una crítica social en su argumento.

En el caso de "Haz que regrese", los autores recurren nuevamente a escenas sumamente impactantes a nivel visual, que algunos estómagos no acostumbrados a dicho tipo de secuencias podrían resentir fácilmente.

Sin embargo, detrás de ese nivel de intensidad se esconde un retrato doloroso sobre la incapacidad de algunas personas de superar un momento difícil de sus existencias.

Básicamente, el guion sigue a un par de hermanos que, tras un evento traumático, son enviados a una casa aislada de la civilización, en donde los espera su nueva madre adoptiva, quien también tiene bajo su cargo a un adolescente con un presunto mutismo selectivo.

Como una buena cinta de suspenso y terror, poco a poco se van revelando las verdaderas intenciones de la tutora en cuestión, quien muestra una evidente preferencia hacia uno de sus recién llegados habitantes, una joven con debilidad visual, interpretada oportunamente por la debutante Sora Wong.

Ahí se encuentra una de las virtudes más fuertes de "Haz que regrese", pues la actriz tiene realmente una discapacidad en la vida real, lo que aporta una innegable autenticidal al relato y a las situaciones plasmadas en el mismo.

Igualmente, los realizadores apuestan por un montaje sumamente sólido, que pone a la audiencia en los zapatos de la chica, quien tiene otra percepción del mundo.

Sumado a lo anterior, "Haz que regrese" cuenta con la magistral actuación de Sally Hawkins, quien se ha ganado el corazón de distintos sectores con sus personajes dulces y carismáticos en obras como "La forma del agua", "Paddington" o "Un cuento sobre la felicidad".

En el segundo largometraje de los hermanos Philippou, la actriz de origen inglés muestra una nueva faceta, una que dejará perturbados a muchos espectadores.

Pero su personaje evita la superficialidad y se convierte en una antagonista de lujo, que tiene uno de los cierres más cautivadores en la historia del séptimo arte contemporáneo.

Por otro lado, los realizadores que se hicieron populares en el universo de los youtubers, demuestran una madurez con su nueva propuesta, tanto en edición, fotografía y diseño de arte.

Y nuevamente abordan en su guión el tema de la pérdida de un ser querido, pero ahora planteado desde la perspectiva de una mujer madura, no de una joven.

Lo anterior lleva a pensar que los cineastas probablemente alisten una película similar para completar una trilogía o, al contrario, en su siguiente producción apuesten por algo distinto a lo que han logrado con sus dos primeras pelucas.

Lo cierto es que "Haz que regrese" es una recomendable cinta, no solo de género, que evita los sustos fáciles, sino también es una obra impecable e inolvidable en todos los sentidos.



Letrinas: Cajas tristes



Cajas tristes

Alejandro Carrillo 


Te bajaste sin decir nada en la gasolinera de la salida a Zacatecas, pasando el motel al que siempre decíamos que nos íbamos a escapar -nunca fui-. Pensé que te habían llamado la atención unas gallinas que andaban con sus pollos saltando junto al camino, pero apresuraste tu paso y cruzaste la carretera -sin mirar-. No corro, no grito, no empujo. Sonaron estrepitosas algunas bocinas. Corrí desesperado tras de ti sorteando coches y camiones a toda velocidad. Se me vino a la mente la mascota que recogí en pedacitos del arroyo vehicular un día de mi cumpleaños. Te perdí de vista y pensé que también recogería tus pedazos. Pero no fue así. Hiciste autostop y subiste a una camioneta de regreso a la ciudad. Nunca te volví a ver. Aún no encuentro la forma de bajarme del camellón.

Te fuiste cuando llegó la tuberculosis, la falla renal del gato y la cobranza extrajudicial. Que todo va a estar bien, te decía, que ya nos vamos a mudar. Cuando por fin empecé a restaurar la vieja casona verde del centro te emocionaba el oscuro pasado del predio, las historias fantasmagóricas y las bacanales al amanecer entre amigos y fulanitos de tal. Una noche le rompí la cabeza a un escritor -que es un curso que recomiendo tomar- y crujieron todos los cimientos. Nos cayó la maldición de la pluma -el plumón- más deleznable del norte. Gruñó el tedio y ya no te apeteció acostarte con tipos con las manos cuarteadas y la boca llena alcohol y de amigos muertos. No se volvió a destapar botella alguna, todas se estrellaban contra los tabiques llenos de afiches. Con tantos vidrios quebrados ya no te apeteció entrar y verme como faquir del metro. Te vi en la acera de enfrente con tus maletas, esperando la carroza fúnebre que usábamos para llegar a la calle del terror. Hasta las moscas se fueron contigo -yo creo que algo les olió mal-, y esa madrugada se cimbró toda la casona. Vi a la pared del fondo desprenderse del lugar. No fue una falla estructural, en realidad el muro usaba sus castillos como brazos para separarse alevosamente del resto de la finca. Como era de esperarse todo se vino abajo. De vez en cuando aún se escucha entre los escombros al viejo Robert Smith gritar: “Show me, show me, show me how you do that trick”.

El día que ya no pude abrazarte muy fuerte engendramos un teratoma en tu vientre. Tenía dientes chuecos y picados, y la sonrisa al revés, y también tenía pelo, pero muy poco y entrecano. Era horrible. Era benigno pero podría ser maligno. Era yo. “Perdóname, mi amor”, te decía, mientras una doctora me extirpaba en pedazos de tu cuerpo. “Es que estoy algo ocupado cortando el cable del que cuelga el Tío Jay”, sollozaba desesperado, mientras la hábil doctora me jalaba de la cabeza con una aspiradora pequeñita; y yo dándole y dándole a la extensión Trupper naranja de uso rudo muy rudo, tan rudo como el Tío Jay. ¿Cómo aguantó tanto el cable? Y el Tío Jay. ¿Te acuerdas del olor? No el olor a descompuesto ni a meados. Hablo del olor a taller. Olor a herramientas y a grasa, a metal que nadie quiso comprar y también a libros y periódicos que ya nadie quiso leer. El olor a final. A veces me llega ese tufillo cuando dan las tres de la tarde del domingo, cuando veo a mi abuela haciendo memoria, cuando salgo a repartir comida o cuando veo tus polaroids; cuando -todavía- tiro un parlay o divido los dieces -nunca dividas los dieces-. Nunca dobles con catorce si el crupier tiene un as. Y si no, pregúntale al Tío Jay. Pobre de mi tío y pobres de nosotros. ¿Te acuerdas de sus gatos? Pobres de sus gatos, todos esperando, pacientes, viéndolo pendular, atentos a que bajara del madero, pero el Tío Jay ya nunca bajó. Con tu ternura habitual dijiste que sus animales fueron fieles con él hasta su último aliento. Y yo, en mi retorcido peritaje adjudiqué mutua lealtad a esos animales considerando la poca distancia existente entre el suelo y los pies tiesos y colgantes del Tío Jay. Quizá los gatos tendrían una última cena. Pero con ellos sí llegamos a tiempo y pudimos rescatar casi a todos; yo conté unos trece y tú dijiste que eran diecisiete con los que huyeron por el patio trasero. Sin duda eran muchos, casi veinte. Imagínate, cuando partiste en la casa, que sigue siendo tu casa, aunque sea una casa ya abandonada, teníamos nueve menos uno -al que le falló el riñón-. Pero ahora ya son doce. Yo no sé si pueda llegar solo a los diecisiete que tenía el Tío Jay, la verdad.

Dejaste bajo la cama unos tacones de charol, un abono del club y un juego de cacerolas. De vez en cuando se llega a asomar alguna dedicatoria en un libro, un post-it o un boleto del cine o de ticketmaster. Pero todo vuelve a la misma caja llena de calaveras que aún no me atrevo a encerrar en el armario. Tus cuadros siguen intactos en las paredes, me siguen con los ojos. A veces veo ondear la bandera cubana que colgamos en el comedor. Qué felices fuimos allá y en algunos otros lados, pero más allá. En el más allá. Llegamos unas horas después de la gran explosión del Hotel Saratoga y volvimos unas horas antes del gran apagón. Qué suerte siempre tuvimos, menos ahora. “Cuando todo falle nos iremos a Cuba”, nos mentíamos cariñosamente. Siempre pensé que llegado un punto sin retorno podría embarnecer y envejecer vestido de guayabera y bermudas patrullando la calle O’Reilly de las librerías -que es la misma que desemboca en El Floridita- como hacía Hemingway, bebiendo junto a la habanera despampanante que eres y serás, daiquirís de varones repletos del ron de la revolución, y no las mierdas de frutos rojos que sirven en la cantina a la que ya nunca iremos -nunca volví-. Contándote beodo entre rones y sones las mismas historias que ya no conocerás, la de mi padre, muerto ahora, pero que no murió en el temblor del 85 porque en esos días las juventudes comunistas de Fidel lo arroparon y sellaron mi destino y el tuyo también, de alguna manera. Cosa más grande caballero. O la de mi madre, muerta también pero hace no mucho, a la que recuerdo en mi infancia poner el disco eterno de Gloria Estefan con el que le dolía la vida, mientras se fumaba un Marlboro mentolado en el segundo escalón de la casa de los cipreses que nos quitaría el banco. Y sí, al final todo falló, pero no zarpó ningún Granma rumbo a Cuba, ni la humedad hizo lo suyo con tu pelo. Solo el tiempo hará sus estragos con el mío. Solo un abrazo al final en un panteón. Pero si un día vuelves a La Habana Vieja, búscame en los basureros, aunque esto no es una elegía.


El secreto de sus ojos: pasión, justicia y futbol en un clásico argentino que nunca pasa de moda


Plano Secuencia | Nico Ledezma


En el vasto universo del cine argentino, pocas películas han logrado el estatus de culto y reconocimiento internacional como El secreto de sus ojos (2009). Dirigida por Juan José Campanella y protagonizada por el imponente Ricardo Darín, esta obra maestra se convirtió no sólo en un hito para la cinematografía nacional, sino en un fenómeno que traspasa fronteras y géneros. ¿Por qué sigue siendo tan relevante 15 años después? La respuesta tiene mucho que ver con su combinación perfecta entre thriller judicial, drama humano y, sobre todo, pasión en estado puro.


Más que un thriller: una historia que cala hondo

Basada en la novela La pregunta de sus ojos de Eduardo Sacheri, la película nos sumerge en la historia de Benjamín Espósito (Darín), un empleado judicial retirado que decide escribir una novela sobre un caso que marcó su vida: el brutal asesinato de una joven en Buenos Aires durante los años 70. A medida que se desgrana el caso, la película nos invita a explorar no sólo la búsqueda de justicia, sino también las emociones más profundas de sus personajes, sus amores, sus frustraciones y la implacable memoria de un país que lucha por recordar y reparar.

No es casualidad que El secreto de sus ojos haya ganado el Oscar a Mejor Película Extranjera en 2010. La mezcla de suspenso, política, historia y romance está construida con un guion inteligente, diálogos memorables y una dirección que sabe cuándo acelerar el pulso y cuándo dejar que el silencio hable por sí mismo.


La pasión como motor: el guiño futbolero que conecta generaciones

Uno de los momentos más emblemáticos y celebrados por la audiencia argentina (y por quienes entienden la cultura del país) es el diálogo sobre la pasión. En una conversación que parece casual pero es profundamente simbólica, los personajes discuten cómo la pasión —ese sentimiento que mueve masas en las tribunas y en las calles— es algo que no se explica, sino que se siente.

Este pasaje es oro puro para los amantes del futbol, pero también para cualquiera que haya sentido que algo en la vida lo mueve sin lógica aparente. En Argentina, el futbol no es sólo un deporte; es una religión, un fenómeno social y un espejo donde se refleja la identidad nacional. Y esa misma pasión desbordada está presente en la película, en sus personajes y en la forma en que enfrentan sus dilemas.

Este guiño futbolero no sólo sirve para conectar con el público local, sino que también universaliza el mensaje: la vida está llena de pasiones intensas, muchas veces irracionales, que definen quiénes somos y cómo enfrentamos la justicia, el amor y el destino.


Un elenco y una dirección que hacen magia

Ricardo Darín, uno de los actores más emblemáticos de Argentina, entrega una actuación sobria, intensa y conmovedora. A su lado, Soledad Villamil y Guillermo Francella aportan personajes que quedan grabados en la memoria, lejos de los estereotipos, con matices que humanizan incluso a los más conflictivos.

La dirección de Campanella es otro de los grandes aciertos. Su capacidad para equilibrar el ritmo, la tensión y el drama humano evita que la historia se convierta en un mero policial. En lugar de eso, construye un universo donde la política y la historia reciente de Argentina se entrelazan con las emociones más íntimas de los personajes.

La escena de la famosa toma en el estadio, donde la cámara sigue a Espósito corriendo por las gradas, es un claro ejemplo de cómo la técnica se pone al servicio de la emoción y la narrativa, convirtiéndose en un momento icónico que muchos recuerdan con admiración.


Vigencia y legado: por qué verla hoy

Si bien la película está ambientada en un contexto específico de la Argentina de los años 70 y 80, sus temas son universales y siguen resonando hoy. La búsqueda de justicia frente a la impunidad, la memoria como un acto necesario para no repetir errores, el amor que se mantiene a pesar del tiempo y la pasión que nos mueve son elementos que trascienden épocas y geografías.

Ahora que El secreto de sus ojos está disponible en Netflix, es una oportunidad perfecta para redescubrirla, para dejarse atrapar por su intensidad y para entender por qué se ha ganado un lugar sagrado en la historia del cine argentino.

No es sólo una película para amantes del cine de autor o del thriller; es una historia para quienes creen en la fuerza de la pasión, en la importancia de la memoria y en el poder de la justicia, incluso cuando parece inalcanzable.




Letrinas: Fuera de mí todo es bosque



Fuera de mí todo es bosque

Alejandro Rosen

Obviamente, para Perrucha

Fuera de mí todo es bosque, ríos, abetos, lagos. Fuera de mí todo florece, todo es vida. Lo intuyo, pero no puedo asegurarlo; me fío de los mapas y fotografías que he llegado a encontrar. Lo percibo también por las personas que en algún momento llegan hasta mí. Se les reconoce felices, con agujas en el cabello, sudorosas y sonriendo entre sí; cómplices de una felicidad con olor a pino, de tarde de domingo, a la cual nunca podré acceder. Se les notan los recuerdos compartidos de paisajes impolutos. Les envidio. Y cómo no. Si fuera de mí todo es vida y sol filtrándose entre las ramas de los árboles, pajaritos que cantan al amanecer -como diría mi madre- agradeciendo al Señor. Así, fuera de mí todo es pasado, todo es piel, labios, abrazos de Perrucha. Sin embargo, nunca podré comprobarlo fehacientemente. Antes tenía a una mujer en la que confiaba, que veía y recordaba por mí. Fue un pacto implícito que surgió una noche en que dormíamos juntos, antes de que ella roncara con su maullido de gatito. En su momento me pareció un buen trato: pasar con avidez la lengua por su culo y sus axilas a cambio de que me ayudara a ver fuera de mí. Grave error. Ahora que no está conmigo y sigo perdiendo la vista debo hacer mis inferencias y aun mis propios recuerdos. Supongo que al tenerla conmigo percibía lo que los dedos de esa mujer recorrían. Ahora quiero convencerme que cuando me acariciaban llegaba a sentir esa oleada de deseo que -supongo- era semejante a la mía. Bajo esta premisa quisiera pensar que en algún momento la hice feliz, aunque ahora todo es sospechoso y desconocido; por ejemplo, me resulta intrigante la palabra “bosque”, ¿es sólo un conjunto de árboles? ¿Es un coño hermoso y perfumado donde se bebe y respira felicidad? Ahora no sé qué soy. Los monstruos evitamos los espejos. Quiero pensar que la sospecha de ese mundo verde me humaniza. Jadeo, respiro con dificultad. Requiero de ese aire lleno de verdes recuerdos. O quizá esa fantasmagoría es la que me está perdiendo. Reconociendo mi incapacidad para percibir adecuadamente, me fío de la opinión de cualquiera que se ofrezca como lazarillo, como aquel que hace siglos buscó despertarme a gritos diciéndome que me aleje de todo aquello que se relacionara con los bosques pues están llenos de los bárbaros que destruyeron a nuestra civilización, están llenos de lo que enloquece mi presente. Su voz me llega en este momento. Asustado me levanto (¿no los bosques eran coños húmedos?) y manoteando con un bastón corro entre las carpas del campamento, entre soldados perplejos que con certeza me ven como un chiflado. Siguiendo la conseja corro hacia la luz, pero ésta me evade y provoca que me caiga. Escucho risas. Nunca me había percatado que las baldosas de la Vía Apia tienen forma de gato, y que fuera de mí, todo es bosque, o al menos todo tiene el olor engañoso que emana de un pinito que se bambolea en el retrovisor de un automóvil en movimiento, siempre en movimiento.



ALEJANDRO ROSEN (Ciudad de México, 1972). Maestro en Comunicación, y Doctor en Ciencias Sociales. Ha publicado en los periódicos Excélsior, El Financiero, y en La Jornada Semanal. Tiene publicado un libro de microrrelatos: “Arco voltáico (Los Reyes, 2005). Proyecta teatros de sombras mientras duerme. 

La hora de la desaparición: suspense, estructura perfecta y una antagonista memorable



Cinetiketas | Jaime López



El segundo largometraje de Zachary Michael Cregger, "La hora de la desaparición" (por su título en Latinoamérica), ha resultado la gran sorpresa fílmica del mes de agosto por distintas razones.

Una de ellas es la estructura de su narrativa, que recuerda los relatos entrecruzados de "Amores perros", dirigida por Alejandro González Iñárritu; "Magnolia", de Paul Thomas Anderson; o "Pulp Fiction", de Quentin Tarantino.

Si bien es cierto que la edición de "La hora de la desaparición" no descubre el hilo negro ni tampoco reinventa el séptimo arte contemporáneo, se agradece que su realizador haya llevado ese tipo de narrativa al género de suspenso y terror.

Eso sí, como en algunas de las cintas ya aludidas, hay alguna historia o subtrama que se siente dispareja en comparación con las demás.

En "La hora de la desaparición", son seis los episodios que van desenmarañando el misterio central referente al extravío de 17 niñas y niños de una pequeña comunidad, que se esfuman masivamente una madrugada.

El argumento en turno da pie a otra de las principales virtudes del filme: retratar los prejuicios o fanatismos de la gente que cae en señalamientos o acusaciones sin pruebas de sus dichos.

Es oportuno recordar que las mejores películas de terror son aquellas que usan de pretexto una situación fuera de lo explicable o de lo ordinario para erigir una crítica social.

Acá, el también guionista logra exhibir la doble moral de un grupo de personas que se la agarran contra la docente que tenía bajo su tutela a los menores desaparecidos.

Es en ese punto en el que existe otra virtud de "La hora de la desaparición", pues se hace un análisis de la doble moral de una comunidad que se ensaña con una mujer solitaria, que ha superado distintos baches personales, pero que no le perdonan ser imperfecta o haber tenido algunos tropiezos en su vida.

Mención honorífica a la protagonista Julia Garner, que personifica justamente a la docente enjuiciada por los progenitores de los infantes desaparecidos, la cual transita por una amalgama de emociones, tejidas de forma sutil y poderosa.

Eso es otra hazaña del guion de "La hora de la desaparición", que la mayoría de los relatos entrelazados están encabezados por seres ni buenos ni malos, no idealizados, lo que ayuda a identificarse con varios de ellos.

Por último, la cinta en cuestión ha logrado generar una gran antagonista en la historia moderna del género del terror, que seguramente inspirará uno de los principales disfraces de las fiestas de Halloween de este año.

Sí (alerta de spoiler), se trata de la "tía Gladys", la cual tendrá una precuela con motivo del éxito taquillero del actual filme de Cregger, que con un presupuesto moderado ya ha tenido ganancias en menos de dos semanas de exhibición. Estamos frente al surgimiento de una nueva franquicia terrorífica.



Rosario de casas: la apuesta por la jardinería del Museo Escárcega


Por Reyes Rojas | Fotos: Diego Ramírez


“¿Hay algún otro goce, salvo la jardinería, que pida tanto y dé tanto? No conozco otro excepto, quizá, la escritura de un poema. Son muy parecidos, incluso en la cantidad de desperdicio que hay que aceptar en aras a un casual y raro goce, en el caso de que se consiga. [...] La jardinería es una de las recompensas de la madurez, cuando la persona está preparada para una pasión impersonal, una pasión que exige paciencia, una aguda conciencia del mundo fuera de uno mismo y el poder para seguir creciendo a pesar de la sequía o la cruda nevada, hacia esos momentos de puro goce en que todos los fracasos se olvidan y florece el ciruelo.

May  Sarton


Museo Escárcega es un laberinto gozoso. Caminarlo por primera vez es casi un sueño lyncheano de portezuelas y pasillos insospechados. Único en su arquitectura, en su colección y los en motivos de su creación, su sola existencia es una prueba viviente (porque es verdad que este museo respira) de la paciencia y la pasión impersonal que menciona Sarton al comparar la jardinería con la hechura de un poema. 

El museo, se encuentra en Ezequiel A. Chávez 311, en el histórico Barrio de la Purísima. Este espacio cultural independiente, fundado y sostenido por el ingeniero Eduardo Escárcega, alberga una destacada colección de arte gráfico mexicano que el ingeniero y empresario Eduardo Escárcega, ha reunido por más de cuarenta años.  El edificio ha funcionado también como taller, foro y punto de encuentro para la creación y la memoria.

Todo empezó cuando Escárcega, su fundador, era estudiante de ingeniería en la UNAM. Ahí, por obligación, cursó una materia humanística en la Facultad de Filosofía que lo introdujo al mundo del arte, la literatura y algo más profundo: una manera de vivir.

“En la UNAM me tocó arte y literatura. Me sobrecogió todo lo relacionado con la creación, la palabra, el lenguaje. Ahí entendí que el arte toca el alma.”

A la par, ya trabajaba. Con sus primeros sueldos, se iba a la Zona Rosa de los años 70, visitaba galerías y preguntaba si podía comprar obras en abonos. Algunas veces le decían que sí. Las iba guardando en un cuartito de azotea que usaba como bodega. No pensaba en colgarlas en su sala. Su plan era mostrarlas algún día.

“Jamás pensé en tenerlas sólo para mí. Siempre imaginé compartirlas. Quería que tocaran el corazón de otros.”


Lo que crece despacio echa raíz

Hoy, el museo tiene 18 salas y más de dos mil piezas de arte mexicano, sobre todo gráfica. Muchas obras son de artistas cercanos al propio Escárcega, como Rafael Zepeda, Gabriel Macotela, Luis Filcer y Octavio Bajonero. Otras forman parte de una colección de hidrocálidos e hidrocálidas que celebra el arte local.

“Me interesa que los jóvenes reconozcan a quienes dieron todo por Aguascalientes. Que sepan quién fue Paloma Müller, por ejemplo, que conozcan su esencia y la de sus padres.”

El museo se construyó poco a poco. Primero compró una casa vieja. Luego otra justo a un lado, y así continuó durante los años, hasta armar el rosario de casas que lo conforma.

“Muchos me preguntaban cómo hice todo desde la nada. Y les digo lo mismo que decía Ernesto Sábato: unos creen que fue suerte, otros chiripada. ¿Tú crees en milagros? Yo sí.”

A diferencia de muchos proyectos culturales que buscan financiamiento institucional desde el inicio, Escárcega decidió levantar el museo de manera completamente independiente. No por falta de confianza en las instituciones, sino por una apuesta clara por la autonomía creativa. Según cuenta, ese camino permitió tomar decisiones sin presiones externas y mantener una visión personal del proyecto, cuidando cada detalle desde la restauración de las casas hasta la curaduría de cada sala. Aun así, no se aisló: colabora con museos públicos, presta obra y está totalmente abierto a convenios. Pero el control, como en un jardín cuidado a mano, nunca lo abandona.


Un taller, un foro y un camioncito

Además de las salas de exhibición, el museo tiene un taller gráfico con prensas y litografía. Antes de la pandemia, Escárcega invitaba a un artista al año para crear ahí durante 15 días o más.

También hizo un pequeño foro escénico pensado para obras teatro, música y performance.

“Hoy está en pausa, pero pronto volverá a la actividad”, comenta el ingeniero.

Una de las iniciativas más queridas del museo ha sido el camioncito, que servía para traer niños de colonias lejanas al centro de la ciudad. En el museo, los recibían recitales, charlas y actividades sobre arte.

Escárcega no mide su trabajo por el impacto inmediato. Prefiere seguir sembrando sin esperar. Dice que el museo es como un sembrador: reparte semillas y no mira atrás. Algunas no germinan. Otras florecen.

“Queríamos que vieran que ellos también podían tocar un instrumento, que podían hacer arte. Era todo. Esa semilla basta.”


Del trabajo técnico a la acción cultural

Aunque pueda parecer extraño, para Eduardo Escárcega dirigir una empresa y construir un museo tienen más en común de lo que uno pensaría. En ambos casos se requiere visión de largo plazo, atención al detalle, cuidado de los recursos y, sobre todo, una ética de trabajo basada en la responsabilidad con los otros. Su empresa, SIICA, dedicada a la seguridad industrial, fue fundada con los mismos principios con los que levantó el museo: servicio, compromiso y búsqueda constante de calidad.

Escárcega no ve al arte como algo ajeno a su formación técnica, sino como un componente esencial para desarrollar sensibilidad, incluso en los contextos más duros o estructurados. Para él, un ingeniero que escucha buena música, que ha leído poesía o que ha contemplado una buena obra, tomará decisiones con mayor conciencia, no sólo técnica sino también humana.

Con el museo, ha demostrado que el trabajo empresarial también puede traducirse en una acción cultural, si está guiado por valores claros. La gestión, la planeación y la administración —habitualmente vistas como herramientas secas— pueden volverse aliadas del arte cuando se aplican con inteligencia y sensibilidad. En este caso, no solamente para producir utilidades, sino para proteger y compartir belleza, historia y memoria.

En tiempos donde la administración pública parece mirar con total indiferencia a la cultura local —dejando museos sin presupuesto o en total abandono, bibliotecas vacías, artistas sin espacios y acceso sesgado a centros culturales—, iniciativas como el Museo Escárcega demuestran que aún es posible cultivar sin esperar a que el Estado riegue. Que la cultura florezca en la iniciativa privada, en lo íntimo, en lo afectivo, no exime a los gobiernos de su responsabilidad, pero sí señala con claridad que, incluso ante la aridez más rígida, diríamos volviendo a May Sarton, hay quienes siguen haciendo jardinería.

 


El Lobo Estepario: perderse para encontrarse (y no morir en el intento)

Náuseas y otras lecturas | Por Sabina Aruña 


Un lobo entre humanos domesticados

Si alguna vez te has sentido como un bicho raro, como alguien que no encaja, como si estuvieras hecho de otra sustancia más densa y triste que el resto de los humanos funcionales que sonríen en la fila del banco... entonces El lobo estepario de Hermann Hesse puede que no solo te entienda, sino que te abrace con una copa de vino en una noche larga y existencial.

Esta novela no es una historia con inicio, nudo y desenlace al estilo Disney. Es más bien como abrir el diario de alguien que se está desmoronando por dentro, pero que tiene la lucidez (y la honestidad brutal) de admitirlo. Harry Haller, el protagonista, no soporta el mundo en el que vive. Lo encuentra superficial, burgués, predecible, y él —con su sensibilidad a flor de piel y su desesperanza crónica— se siente como un lobo atrapado entre humanos domesticados. De ahí el apodo: el lobo estepario. Medio hombre, medio bestia, completamente jodido.


Una rabia silenciosa contra lo normal

Lo que hace especial esta novela es que no trata de "curar" a Harry ni te ofrece fórmulas mágicas. Aquí se habla de depresión de verdad, de la angustia existencial que te deja paralizado en tu sillón viendo cómo todo el mundo sigue su rutina sin preguntarse nada. Hesse pone sobre la mesa el conflicto entre el individuo que piensa y siente demasiado y una sociedad que premia la comodidad y la estabilidad por encima de todo.

"Porque esto es lo que más odiaba, detestaba y maldecía, principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente."

¡Zas! ¿Cuántos de nosotros no hemos sentido esa rabia silenciosa contra lo "normal"? Contra esa gente que parece tan feliz con su coche nuevo, su casa de interés medio, sus vacaciones en Cancún y sus conversaciones de oficina sobre promociones y seguros médicos. Mientras tanto, tú estás ahí, sintiendo que te estás pudriendo por dentro, que la vida no tiene un sentido claro, que todo es repetición y ruido blanco.


No hay moraleja, hay espejos

A medida que avanzamos en el libro, Harry se encuentra con personajes que, en lugar de sacarlo de su agujero con frases bonitas, lo empujan más adentro... pero para que vea que hay más allá. Hermine, por ejemplo, le muestra un mundo de placer, música, baile, contradicción y posibilidad.

Y luego está el famoso "Teatro Mágico": una especie de viaje simbólico al corazón de su propia mente, donde enfrenta todos sus yoes posibles, sus miedos, sus deseos reprimidos y su necesidad de romperse para comprenderse.

Leer El lobo estepario en momentos de crisis existencial puede ser como mirar a un espejo roto: duele, pero también te muestra partes de ti que nunca habías querido ver. No te da respuestas, pero te hace las preguntas correctas. No te dice "todo va a estar bien", pero te dice "no estás solo en esto".

"Yo no tenía vocación para estar feliz en el mundo. Me faltaba el arte de vivir, el arte de ser feliz."

Simple, directo, demoledor.


¿Y quién era ese tal Hesse?

Hermann Hesse no escribía desde una torre de marfil. Él mismo estuvo roto: perdió seres queridos, sufrió depresiones severas, se alejó de su país, de su familia y hasta de sí mismo. El lobo estepario fue, de hecho, su forma de sobrevivirse. Lo escribió en uno de sus peores momentos personales, como una especie de catarsis literaria.

Y si te quedas con ganas de más, no te detengas ahí: Demian es otra joya que explora la dualidad interior entre lo que mostramos y lo que reprimimos. Siddhartha, por su parte, es ideal si lo que necesitas es tomar aire, pensar en el camino, el ego y el silencio interior, sin caer en el rollo de gurú barato.


Para cerrar (sin moraleja)

Leer a Hesse es como emprender un viaje sin mapa por tu propio laberinto mental. No te promete una salida, pero sí te ofrece compañía. A veces, eso es lo único que necesitas para seguir caminando.

Así que si estás medio roto, no huyas del dolor: ábrele un libro de Hesse y déjalo hablarte. Tal vez no te salve, pero te va a hacer sentir menos raro.

Y eso, créeme, ya es bastante.



Texto: Sabina Aruña. Habla con Cioran como si fuera su tío lejano. Relee a Camus con insomnio y encuentra sentido justo donde nadie más lo ve. Cree que la lucidez es una condena y la escritura, un mal necesario. Vive rodeada de libros subrayados y tazas de café frío.
Obra reseñada: El lobo estepario, de Hermann Hesse

Año de publicación original: 1927
Traducción recomendada: Juan José del Solar, Ediciones Alianza

La nueva "Superman", no apta para masculinades tóxicas



Cinetiketas | Jaime López


La tan esperada película de "Superman", de James Gunn, en términos generales cumple con entretener a la audiencia; ahora bien, si se trata de catalogarla como un goce máximo, eso ya dependerá de los gustos, parámetros, incluso, idiosincrasia de cada espectador.

Entonces, muy probablemente las generaciones más adultas no la diafrutarán tanto, es más, aquellas que tengan pensamientos o actitudes arcaicas podrían hasta rechazarla, como consecuencia del cambio de personalidad al que fue sometido en este filme el también llamado "Hombre de acero".

Y es que Gunn, quien también se hace cargo del guion, decide alejarse de la estética sombría que Zack Snyder le otorgó al personaje, presentando en su lugar a un protagonista más vulnerable, que incluso es derrotado en distintas peleas.

Lo anterior no ha sido aceptado principalmente por el público heteronormado, que no quiere ver a su ídolo adaptado a los tiempos actuales y que, regularmente, es amante de las películas llenas de esteroides.

En contraste, hay voces que aplauden la modificación en el comportamiento de "Superman", porque sienten más identificación y porque el realizador pondera la humanidad sobre la divinidad.

Además, agradecen que la paleta fotográfica sea más colorida, pues hay secuencias que se asemejan más a la estética de los cómics.

Por otro lado, Gunn utiliza el humor ácido de su "Guardianes de la Galaxia". Humor que es gozado por una buena parte de la audiencia, pero que resulta desesperante para otro segmento del público.

En lo que sí existe un consenso positivo es en la inclusión de "Krypto", así como en la actuación de Nicholas Hoult como "Lex Luthor", el eterno némesis de "Kal-El".

El primero es la mascota o perro de la familia de "Superman", que es recreado sublimente en sus movimientos, miradas, ladridos y hasta características físicas. De hecho, debería tener una nominación en los Annie Awards, en la categoría de Mejor Diseño en Computadora para un Personaje.

El segundo tiene una grandiosa participación, en la que se destaca su mentalidad, poses y actitud, que realmente transmiten la personalidad de un tipo lleno de envidia, pero sumamente brillante en sus planes.

Por otro lado, el filme de Gunn cuenta con un elenco secundario digno de destacarse, principalmente, María Gabriela de Faría como "Angela" y Edi Gathegi como "Terrific", quienes se roban varias de las escenas en las que aparecen gracias a su carisma y fuerte presencia.



En cuanto al giro argumental que Gunn le da al propósito de "Superman" probablemente no es del todo creíble, pero se agradece el riesgo del creativo para hablar de temas como elegir la justicia y el bien de manera voluntaria y no por una imposición familiar.

Al final, la nueva película acerca de "Superman" no resulta para nada aburrida y la mayoría de sus efectos visuales, junto con su diseño sonoro, son disfrutables de principio a fin.

En cuanto a su protagonista, David Corenswet, les guste o no a las masculinidades tóxicas que insisten en ver al héroe alienígena sumamente competitivo, hace una labor decorosa.

En conclusión, la nueva "Superman" no es fastidiosa de ver y tiene momentos muy agradables, a pesar de no ser épica como "El caballero de la noche", de Nolan, en la cual el estelar también duda de su misión; además, carece de ese brillante y sólido manejo del sarcasmo característico de "El escuadrón suicida", filme del año 2021.

"Concierto para otras manos", un documental con gran final y sin ninguna condescendencia


Cinetiketas | Jaime López



La ópera prima de Ernesto González Díaz, "Concierto para otras manos", no solamente compite como Mejor Largometraje Documental dentro de la edición 2025 del premio Ariel, sino también es un retrato fílmico inspirador sobre la relación entre David González Ladrón de Guevara, un pianista joven, y José Luis González, padre y maestro musical de dicho joven.

Dicha relación no es endulcorada por el realizador, ni tampoco abordada desde una perspectiva maniqueísta que recurra a la denominada "pornografía emocional".

Al contrario, González Díaz muestra a David y su padre en los momentos cotidianos de su interacción, lo que incluye aquellos en los que no hay coincidencias entre ambos o en donde salen a relucir sus enojos.

Eso último se agradece, porque el director, guionista y editor evita la condescendencia al hablar respecto a su protagonista, un músico que nació con el Síndrome de Miller, cuyos síntomas son alteraciones en los sentidos, así como en las extremidades.

En el caso de David, cada uno de sus pies y manos tienen solamente cuatro dedos; su brazo derecho es menos largo que el izquierdo, y además padece sordera.

Narrativamente, el director/escritor divide su documental en cinco partes basadas en los nombres de distintos movimientos musicales, que anticipan el ritmo lento o frenético que tendrán sus secuencias.

Eso es un plus para su historia, en donde también se permite a la audiencia conocer a David como un ser humano con virtudes y defectos, que está madurando a la par de la relación con su padre y que, en sus momentos de ocio, le gusta oír reguetón o entretenerse con videojuegos.

Asimismo, hay que resaltar la oportuna fotografía de Rafa Ramírez y Daniel Gama, quienes no se sienten como dos intrusos en el día a dia del joven músico, captando sus rutinas sin condescendencias, pues plasman sin manipulaciones los distintos hábitos de David, al que le dan un tratamiento visual idéntico al que le otorgarían a una persona sin alguna discapacidad.

Por otro lado, los cinefotógrafos filmaron distintos ángulos de las prácticas o ensayos de David y su padre, tanto cuando están juntos como cuando se preparan de manera individual. Esto ayuda a que el relato no se sienta monótono.

Y qué decir de la secuencia final en donde la audiencia puede disfrutar del "Himno de la esperanza", la partitura compuesta por el joven en su etapa más adulta y que también muestra la consolidación de su arte, así como su independencia creativa y emocional. Un momento sublime de cine, con un estupendo sonido directo cortesía de Edith San.



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