«Que parezca un accidente», de Elma Correa

Al terminar cada historia volvía yo al título y buscaba una relación particular con él.
Por Elisa Corona Aguilar


Entre las multitudes turbulentas que copian y pegan, que se reúnen, se comentan unas a otras y se vinculan en las redes sociales, vi por primera vez la portada del libro de Elma Correa, Que parezca un accidente, y pensé para mí misma que era un grandioso título narrativo, pues sugería intenciones secretas de personajes en conflicto, historias cómicas y a la vez siniestras, además de anticipar un tono irónico y autoconsciente respecto a los lugares comunes que todos amamos y odiamos a la vez: la escena del crimen, sea este menor o mayor, sea una broma, una venganza o un desventurado giro del destino.

Todo esto me sugirió tan solo el título de la obra, y ahora, después de haberla leído, pienso en éstas y más cosas sugeridas, insinuadas en estas breves historias de jóvenes y viejos, de enfrentamientos y escapes, de amantes y antagonistas, de adicciones y renuncias, de amigos y enemigos. Esta es una de las grandes virtudes del libro, la variedad improbable de los personajes que congrega, donde ninguno se parece al anterior. Y con esta variedad de personajes surge también una amplitud de tramas que pocos libros de cuento abarcan con éxito y sin perder la integridad que hace que los lectores sepamos que se trata de un mismo libro.

En “Buena caza, hermano scout”, Elma Correa retrata de manera vívida la intensidad, la rabia y la confusión propias de la infancia, donde una guerra por una casita en el árbol se convierte de pronto en un golpe de realidad, en una encrucijada donde los códigos infantiles se encuentran con el mundo de los adultos, del dolor y la posibilidad de la muerte. De un tono similar es el cuento para mí más triste, más desolador, “Diez arribistas”, donde una niña llora y come pastelitos y poco a poco descubrimos el por qué de su desgracia y su derrota.

“Plantas carnívoras” me hizo reír en voz alta al contrastar el mundo de los académicos sin escrúpulos con el de los bohemios alternativos que igual salvan perros callejeros que secuestran niños del Perú: dos mundos desiguales unidos por vínculos familiares, por amistades cómplices y encuentros sexuales, más que amoríos fracasados. Así también, de amistades cómplices, de amoríos tan solo a medias, “Nos reiremos cuando acabe” nos convierte en los amigos del malo del cuento, nos coloca en el lugar de quien escucha una confesión terrible, sin saber qué seguirá.  En “La intimidad de las abejas” asistimos a una noche de adolescencia – y pos-adolescencia – una cuasi-piyamada divertida y también escalofriante, de juegos en apariencia inocentes que dejan corazones rotos al ritmo de Amy Winehouse.

En “Tres veces”, el escenario más sencillo, en apariencia el menos digno de convertirse en noticia de televisión – una pastelería en horas de cierre – nos muestra envidias salvajes y mordidas ocultas en los pasteles decorados con muñequitos de boda y cubiertas con merengue. “Señor bigotes”, con similares antojos culinarios, es un cuento muy cuento, tan redondo como su personaje, con un cambio de tono que para el lector es la diferencia entre comenzar riéndose de la protagonista y sentirse al final atrapado, como un gato por el olor del salmón.

Los motivos detrás de los actos de estos personajes nos son revelados poco a poco, pero solo parcialmente - como en las buenas historias – donde es el lector quien debe imaginar, adivinar, escribir su propia versión, el antes y el después, el de dónde vienen y a dónde van. Así se construye el cuento, así se quedan los personajes con nosotros por más tiempo, incluso después de haber cerrado el libro.

Al terminar cada historia volvía yo al título y buscaba una relación particular con él. Imaginé otros subtítulos para cada cuento: Que parezca un rescate. Que parezca un evento sobrenatural. Que parezca una prueba de amor. Que parezca un acto de sororidad, de caridad, de justicia.

Me quedan al final un par de preguntas para la autora. El primer cuento, “Kamikaze”, al menos a mí me insinúa una novela, ¿es este solo un deseo mío o será que esos personajes cobrarán nueva vida más adelante en otros proyectos narrativos? Me surge este deseo, este antojo, también un poco con el cuento Wild in the country, con ese remate final, demoledor, que nos abre tantos desenlaces posibles, también tanto pasado para esas mujeres que en un auto robado intentan cruzar la frontera. Quizá en el fondo estoy preguntando sobre tu proceso de escritura; dicen que los poemas, como los libros, no se terminan, se abandonan, ¿cuándo decides tú terminar, abandonar el cuento y a sus personajes? ¿cuándo les perdonas la vida y les das continuidad? Una pregunta más, ¿te has enfrentado a la crítica que sanciona los actos de tus personajes como si se tratara de los tuyos propios, de seres de carne y hueso y no de personajes ficticios? No me refiero tanto a los actos más salvajes y desalmados, como enterrar vivos a dos viajantes de carretera, o estafar y abandonar a un compañero de cárcel – asumo que quien te conoce sabe que no se trata de ti – , sino a los actos más sutiles, como abandonar a unos cachorros callejeros, o burlarse de los vegetarianos, o enamorar a una niña inocente y después romperle el corazón sin remordimientos. Para mí estos actos, en el contexto de estos cuentos, el contexto de la ficción donde todo se vale, resultan aciertos de lo más irónicos y dan un impulso a la narración que, como diría Margaret Atwood, tiene que ver con el juego mismo de la escritura: dice Margaret Atwood, “crea un personaje bueno y crearás uno insoportable.” Porque al menos para mí la ficción se trata, entre otras cosas, de divertirnos, de jugar a ser otros, de planear crímenes como si fuéramos criminales, o de sublimar a ese criminal que todas llevamos dentro, se trata de no dejar rastro y atar todos los cabos para que al final parezca un accidente.

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